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Acracia y anarcocapitalismo

El presidente de Argentina, Javiel Milei.

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El diccionario de la Real Academia Española de la lengua define la anarquía, en su primera acepción, como “ausencia de poder público”, y, en la segunda, como “desconcierto, incoherencia, barullo”. Siglos de sacralización del poder político –no olvidemos que durante mucho tiempo venía directamente de dios–han conseguido que en la mentalidad social su ausencia se haya identificado con la segunda acepción, con el desorden social y la posibilidad de saltarse cualquier norma de convivencia, aunque eso sea dañino para los demás. Nada más lejos de la realidad de una doctrina que considera que el poder político debería ser sustituido por una convivencia organizada, cooperativa, solidaria, pacífica y ética. Así, la anarquía sería la expresión más depurada del orden y la paz social y de la verdadera libertad, que consistiría en la realización de todas las posibilidades y proyectos del individuo, en el marco de y de acuerdo con las necesidades del entorno social en el que se desarrolla.

Por eso es más doloroso para los que creen en esa opción política, o han sido influidos por ella, ver cómo, recientemente, los sectores más radicales del capitalismo salvaje intentan apropiarse si no del fondo, al menos del nombre de este movimiento. Cada vez más partidos y líderes de ultraderecha y de la derecha tradicional más extrema –ya sabemos a quién sirven a pesar de sus soflamas populistas– se definen como libertarios, o anarco-capitalistas, partidarios de reducir el papel del Estado como controlador de las relaciones económicas y sociales. Por ejemplo, Milei, y tantos otros, incluido Trump, aunque no lo exprese con esas palabras. La libertad a la que constantemente aluden es la libertad de los depredadores para acabar con sus presas. ¿Qué pensarían Bakunin, Kropotkin, Malatesta... de estos granujas que han subvertido su ideal, y le han dado la vuelta hasta convertirlo en justo lo contrario de lo que ellos soñaban?

No obstante, a pesar de encontrarse en extremos opuestos del espectro político, aparentemente se produce una coincidencia perversa entre los objetivos de estos dos sectores. Los anarcocapitalistas propugnan el debilitamiento máximo del Estado –como medio de asegurar su impunidad–, mientras algunos anarquistas clásicos piensan aún que el origen de toda violencia institucional o social, y de toda explotación e injusticia, radica en la existencia del Estado, y que su mera extinción conduciría automáticamente al establecimiento de sociedades virtuosas y cooperativas. Desde luego, los que opinan esto son hoy en día una minoría entre los ácratas; la mayoría son suficientemente sensatos, o realistas, como para considerar que el establecimiento del sistema que anhelan requiere una madurez social que aún está lejos de alcanzarse y que la eliminación o el debilitamiento del Estado no conduciría en estos momentos a un mundo más libre y más justo, sino a otro más caótico y con relaciones de dominación mucho más crueles. En todo caso, lo que estos nuevos “libertarios” pretenden no es acabar con el poder del Estado, sino privatizarlo en beneficio propio.

La mejor prueba de que el Estado de las llamadas democracias liberales, con todos sus actuales defectos, limitaciones y sesgos antidemocráticos, es bueno para la gente del común, es que los poderosos quieren acabar con él, porque cualquier poder democrático, –por débil que sea– estorba los planes de los saqueadores, es el único obstáculo que queda para limitar su ambición. Incluso cuando las instituciones del Estado son colonizadas por la plutocracia, siempre quedan instituciones no contaminadas que pueden poner en riesgo sus intereses, y siempre subsiste el riesgo de que cambien las tornas y las clases populares tomen el control del poder.

El liberalismo clásico ya quería limitar la función del Estado a la seguridad y el orden, de modo que permitiera a los actores económicos y sociales “autorregularse”, es decir, proponía que mirase para otro lado ante los abusos, el latrocinio, la explotación, la injusta distribución de las plusvalías. Que no tuviera nada que decir cuando el pez grande se coma al chico, ni ante la pobreza extrema, incluida la infantil (eso sería un problema reservado a las iglesias o a la caridad privada). Ahora pretenden dar un paso más en la misma dirección. Estamos asistiendo ya en algunos lugares a la privatización de las cárceles y de los ejércitos (los famosos “contratistas”). El Estado está a punto de ceder el recurso más importante que le quedaba, el monopolio de la violencia, con el que se suponía que debía prestar seguridad a todos los ciudadanos por igual a través de estructuras democráticas. La seguridad privatizada responderá en primer lugar –o único– a las necesidades de seguridad de sus patronos. Si el Estado pierde sus últimas competencias, ¿qué impediría desmantelarlo completamente? Los anarcocapitalistas ya han dicho claramente que en su opinión los impuestos son un robo y las prestaciones sociales una injusticia. En su loca ambición, pretenden el regreso de la ley de la selva. El fuerte sobrevivirá, el débil debe perecer.

Naturalmente, cuando hablamos del Estado no nos referimos a un único poder centralizado, sino al conjunto de poderes que organizan la convivencia dentro de un espacio de soberanía determinado. Las estructuras políticas tienen necesariamente que adecuarse a las relaciones económicas y sociales, y por tanto descentralizarse hasta el límite posible, respetando el principio de subsidiariedad por razones de eficacia y eficiencia. Las estructuras centrales del Estado serán responsables únicamente de aquellas decisiones que solo puedan ser efectivas en su nivel.

Más importante aún es el nivel superior, el multinacional. Muchas grandes empresas están extendidas por todo el mundo y su capacidad e intereses superan con mucho el ámbito estatal en algunos casos. Los Estados, en especial los medianos o pequeños carecen de la capacidad de controlar estas empresas o tienen verdaderas dificultades para hacerlo. Aquí se necesitan instancias supranacionales, como la Unión Europea, que en algunos temas económicos puede actuar como un Estado confederal y sí ha sido capaz de imponer importantes multas a empresas monopolistas. O instituciones de gobernanza global, como podrían ser Naciones Unidas con su Tribunal Internacional de Justicia, la Corte Penal Internacional, o el Fondo Monetario Internacional. Lamentablemente; estas instituciones, tal como están articuladas hoy en día por su origen, composición o competencias, son incapaces de ejercer ese papel y la realidad es que no hay autoridad capaz de gobernar la globalidad y controlar los excesos de las empresas de mayor poder y extensión.

     Así, en la mayoría de los casos y los lugares del mundo, el Estado nacional, con todas sus limitaciones, sigue siendo la única instancia de protección de los intereses comunes frente a los particulares de los individuos o de las empresas, incluidas las multinacionales. Por eso, si consideramos las condiciones objetivas de la realidad en la que nos movemos actualmente, el propósito político de las clases trabajadoras, de los más desfavorecidos, y por ende de las organizaciones– partidos, sindicatos y otras– que los representan, debe tener como prioridad evitar a toda costa el debilitamiento del Estado, o en el caso de la UE, de las instituciones comunitarias, pues, como decimos, es la única defensa que les queda frente a la voracidad y la falta de escrúpulos del capitalismo financiero transnacional, el más inmoral que jamás ha existido. El problema no son las aparentemente inmóviles estructuras políticas, o sus vulnerabilidades, sino cómo conseguir su control democrático y cómo garantizar su eficacia para que puedan corregir los excesos más abusivos del capitalismo, en tanto se logra que el sistema en su conjunto evolucione hacia condiciones más éticas y humanistas, en las que cada uno pueda asumir su responsabilidad sin necesidad de que le sea exigida o impuesta.

Esta evolución es posible, por más que muchos insistan en que el mundo va a peor y que nos dirigimos al desastre. Siempre ha habido agoreros, y siempre el peor enemigo del progreso ha sido el pesimismo, que intenta cortar las alas de cualquier esperanza. Si comparamos las sociedades actuales con las de la alta edad media, en las que los territorios –y sus pobladores– eran propiedad de los reyes o de los nobles, cuando la vida humana no valía nada, la mujer era poco más que un animal doméstico, los médicos solo curaban y los maestros solo enseñaban a los ricos, la iglesia condenaba a muerte a los disidentes, los desechos se arrojaban directamente a la vía pública y los viejos o inútiles morían de inanición, nuestro entorno empieza a parecer mucho más brillante. Y no hablamos solo de Europa: probablemente las condiciones de vida y sociales han mejorado más en los últimos siglos en lugares como China o India, incluso en la mayoría de las naciones africanas, que en los países occidentales. Sin duda subsisten la maldad, la crueldad, la explotación, pero no es mayor que antes; lo único que es mayor es nuestra información sobre ella.

Es verdad que los poderosos tienen instrumentos cada vez más eficaces de desinformación y manipulación. Pero también lo es que cada vez más ciudadanos sabemos más –a pesar de que se nos intente engañar–  y cada vez somos menos tolerantes ante los abusos, de la clase que sean. La rueda del progreso avanza inexorable, a pesar de retrocesos esporádicos, y no nos referimos solo al progreso material o científico, aunque evidentemente también tiene consecuencias sociales, sino al progreso ético, a la conciencia colectiva y solidaria de que somos una sola especie con un mismo destino, a la percepción de vivir en un planeta que debemos cuidar y proteger, y del que no somos propietarios, a las asimilación de los valores de igualdad y justicia.

Si presentáramos ahora el sistema político en el que vivimos en los países más avanzados –sanidad y educación universales y gratuitas, subsidios de desempleo o incapacidad, pensiones, prestaciones sociales, acogimiento– a un ciudadano de solo hace cien años, hubiera dicho que era un sistema comunista. Todavía lo dicen ciertos grupos de población en lugares como EEUU donde han sido educados en el individualismo más radical. Pero esos avances ya no se perderán, aunque sufran temporalmente en algunos lugares, sino que se extenderán con el tiempo a todo el planeta, como se extendió el fin de la esclavitud, la noción de soberanía popular, o como se está generalizando la abolición de la pena de muerte.

Hay que creer y actuar, con paciencia, sin miedo. Las distopías catastrofistas no pasarán de las pantallas de cine o los videojuegos. La humanidad seguirá sin duda avanzando hacia un mundo más justo, más libre, más solidario, en la medida en la que los individuos que la componen vayan asumiendo la superioridad de esos valores por encima de sus intereses egoístas y consigan perder el temor al futuro y a compartir lo que poseen. Desde luego, ese es un proceso evolutivo lento. Pasarán siglos hasta que las sociedades humanas sean tan maduras que puedan prescindir de cualquier forma de organización política, que es tanto como decir de cualquier forma de poder. Pero es que no hay alternativa. Todavía hoy en día vemos que cuando hay una catástrofe muchos ciudadanos se preocupan más de saquear comercios que de ayudar a las víctimas, y, en muchos lugares del mundo, que una mujer camine sola de noche puede ser suficiente para que su integridad sexual y física estén en peligro. En el otro extremo, siempre que se ha intentado imponer por la fuerza un sistema socialista, ha fracasado y ha desembocado en regímenes criminales, elitistas o corruptos.

El progreso político sigue, en términos generales, el ritmo de la evolución humana. No se puede acelerar, ni tampoco detener durante mucho tiempo. Los valores no se pueden imponer. Ni tampoco darlos por supuestos, culpando a circunstancias un tanto abstractas de su ausencia en determinados individuos. Solo pueden enseñarse y difundirse, mediante la educación y el ejemplo. Lo único que podemos esperar es que cada generación dé un paso, grande o pequeño, pero en la buena dirección. La que terminará algún día en un mundo en el que ningún ser humano necesitará tener poder sobre otro, ni sobre ningún ser vivo del planeta. Nosotros no lo veremos, pero llegará.

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