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Por amor a Cataluña

Archivo - El presidente de la Generalitat de Catalunya, Pere Aragonès, interviene en el Senado el 19 de octubre de 2023.

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Llegué a Barcelona hace ahora casi dos años. Fue una decisión voluntaria. Después de haber trabajado los últimos veinticinco años de mi vida profesional en el sector privado, por razones estrictamente personales, decidí regresar a la Administración. Y Cataluña me pareció un destino afortunado.

En mi particular imaginario, un tanto idealizado, me representaba aquella Cataluña que había visitado en mi infancia y en mi juventud, la región más europea del país, próspera e industrializada, una ventana abierta a las corrientes culturales que provenían de más allá de los Pirineos, la cuna de una cultura alternativa de la que había surgido la música contestataria, las ideas más novedosas, los autores más reivindicativos y las editoriales más prestigiosas.

Digo esto, porque hoy, desafortunadamente, cualquier reflexión, sea del signo que sea, que no se ajuste al particular canon laudatorio que proclama el advenimiento de una nueva tierra de Canaán, deviene automáticamente sospechosa en nuestro enrarecido clima político.

Pues bien, confieso que siempre he sentido una especial simpatía por Cataluña y por sus ciudadanos; me gusta su clima, su diversidad geográfica, su variada cultura y su elaborada gastronomía y hasta simpatizo con los clásicos estereotipos que, tradicionalmente, se asocian con el pueblo catalán. Y aunque he nacido y vivido la mayor parte de mi vida en Madrid, no pertenezco a ninguna de esas numerosas facciones que hacen del anticatalanismo fóbico una seña de identidad colectiva. Si mi pensamiento está contaminado por algún sesgo o prejuicio, que sin duda lo está, es a favor y no en contra de Cataluña.

Sin embargo, como suele acontecer en estos casos, cuando cae el telón la realidad nos muestra la densidad del espejismo con que la imaginación colorea nuestro recuerdo. La Cataluña que yo he conocido y en la que ahora vivo no se parece en nada a la acogedora arcadia de mi imaginación nostálgica. Es más, se sitúa en las antípodas de ese modelo.

Son muchas las diferencias. Aquí solo quiero reseñar algunas de las más significativas, aquellas que, en mi intuición, están en el origen de las dificultades por las que hoy atraviesa Cataluña.

En mi opinión, el factor determinante que condiciona todos los aspectos de la sociedad catalana es el manifiesto y notorio declive económico de toda la región. Desde hace años, los datos evidencian que el crecimiento económico de Cataluña se ha ralentizado, la ventaja comparativa de la que gozaba en relación con otras zonas, igualmente prósperas, como Baleares, el País Vasco o Madrid ha desaparecido o está en vías de desaparición.

Las industrias tradicionales que formaban el denso tejido económico de Cataluña-el textil o la industria automotriz-, han perdido peso relativo en el PIB, siendo sustituidas por actividades de ocio-hostelería o turismo, de escaso valor añadido y menor productividad-. Dicho en otras palabras, Cataluña ha perdido el tren de la revolución digital.

Las razones de ello son, sin duda, múltiples y no es este el lugar adecuado para analizarlas, pero la sociedad catalana se encuentra inmersa en una ola de profunda decadencia, en algo parecido a una modalidad de ese fenómeno que se conoce como la “trampa de las rentas medias”, que se caracteriza porque un tejido industrial obsoleto dificulta el crecimiento de actividades innovadoras y alternativas, de nuevas y más eficientes tecnologías, debido a que la antigua estructura productiva, aún en proceso de extinción, se resiste a su sustitución proporcionando un nivel residual  de ingresos que ralentiza el conocido proceso de la “destrucción creativa ”. Es significativa la diferencia con algunas otras ciudades del denominado “corredor mediterráneo”, particularmente, pero no solo, Málaga. Situada a más de 1200 km de la frontera europea ha experimentado, sin embargo, en los últimos años un crecimiento económico espectacular particularmente en el sector de las TIC (electrónica, información, informática y telecomunicaciones). Intuyo que la ausencia de una base industrial previa puede formar parte de la respuesta. Alicante y Valencia presentan también tasas de crecimiento superiores. 

Se ha convertido en un lugar común responsabilizar de este deterioro económico relativo, al proceso independentista que ha vivido Cataluña en los últimos años. Se trata, sin duda, de un factor que no ha beneficiado ni favorecido el desarrollo económico de la región. Pero en mi opinión, no es esa la dirección en la que hay que mirar. El denominado procés viene así a cumplir una función parecida a la del culpable muerto en el procedimiento penal: se le echa la culpa de todo.

El problema de este análisis, como el de todo mal diagnóstico, es que al identificar erróneamente las causas y desviar la atención hacia otros fenómenos, dificulta sobremanera el proceso de aprendizaje que garantiza las correcciones adecuadas y las políticas exitosas.

Esta decadencia ha convertido la Cataluña de hoy en una sociedad profundamente colonizada por la sombra tentacular de la administración autonómica. La Generalitat se ha convertido en un gigantesco Leviatán que supervisa, fiscaliza y legitima con su presencia o, en ocasiones, por su significativa ausencia, una gran parte de la sociedad civil catalana. La que en un tiempo fue una sociedad extraordinariamente vertebrada en torno a instituciones arraigadas en el seno de la comunidad, se ha fragmentado en un tejido atomizado cuyo único vínculo común es la dependencia claudicante y tributaria del poder político. 

Todo ello ha generado una competitiva dinámica clientelar por obtener los favores del poder que está en la base de los altos índices de corrupción que han jalonado la vida política catalana durante los últimos años.

Por último, el corolario obligado de todo esto ha sido un extraordinario reforzamiento de los vínculos emocionales y culturales que promueven y favorecen la cohesión interna frente al extraño o el diferente, que se perciben, si no como una amenaza, al menos como una anomalía. Se erige una especie de frontera invisible, un limes que señaliza, siquiera inconscientemente, la diferencia entre nosotros y ellos.

Esta especie de “ensimismamiento identitario” no solo tiende a favorecer la cohesión interna de los que se encuentran dentro del círculo afortunado, sino lo que es extraordinariamente nocivo, dificulta la incorporación desde el exterior.

Todos estos factores y algunos más que apuntan en la misma dirección, generan dinámicas endógenas cuya reversión es, ciertamente, problemática. Se consolidan en torno a principios y valores de carácter primario que apelan a las capas más profundas de nuestro cerebro emocional. Me atrevo a afirmar que una gran parte de la sociedad catalana se encuentra hoy “capturada” por este bucle que genera una visión del mundo a través del prisma de la identidad.

En este contexto es muy evidente para cualquier observador externo, más allá de cualquier otra consideración, que Cataluña debe variar el rumbo porque la desafortunada conjunción de todos los factores enunciados tiene un nombre: se llama empobrecimiento y su inevitable correlato, la crisis social y política. Cataluña se encamina al precipicio de la pobreza económica y de la insignificancia política.

En un escenario de esta naturaleza el reciente anuncio de la Ley de Amnistía para los políticos condenados por sedición se presenta como la única alternativa por minúscula que resulte, para desbloquear el impasse que atenaza la sociedad catalana. Naturalmente no obrará milagros. Se trata solo de un primer paso en la larga marcha de la recuperación y quizá sea un paso estéril. Ello dependerá, fundamentalmente, del conjunto del pueblo de Cataluña, de sus instituciones y de su gobierno. Tendrán que elegir entre gobernar y gestionar para favorecer el crecimiento de la economía catalana o seguir enzarzándose en disputas identitarias con el gobierno central. Pero será su elección y su responsabilidad.

Es posible que no haya muchas razones para la esperanza, pero recuerdo ahora las palabras de Walter Benjamin en un escenario ciertamente diferente: “solo por amor a los desesperados, conservamos todavía la esperanza”. Por amor a Cataluña.

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