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Qué legislatura

Guardias civiles, en un centro de votación el 1-O de 2017 en Sant Julià de Ramis, Girona.

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A las elecciones generales del pasado 23 de julio las derechas llegaban con ánimo de avalancha, merced al poder municipal y autonómico acumulado, a la hipermovilización y combatividad de sus bases, a la desmotivación progresista y a un clima ideológico y moral que parecía anticipar ya su victoria, de la que estaban plenamente convencidos sus votantes y sus dirigentes. Sin embargo fueron derrotados, lo que les ha sumido en una conmoción de la que aún no parecen haber salido. Del Congreso actual no puede salir un gobierno de Feijóo con Abascal.

Pero el voto “defensivo” que frenó al bloque reaccionario no equivale a una victoria progresista, democratizante y plurinacional. Esa está por construirse cultural, política e institucionalmente. Y para articularla es necesario un horizonte que vaya más lejos que frenar al adversario. Se impone entonces un debate sobre qué legislatura puede abrirse y qué rumbo político para la siguiente etapa.

Es evidente que la investidura y por tanto el arranque de la legislatura pasan por seguir dando pasos que encaucen políticamente el conflicto catalán y vayan avanzando hacia una reforma del modelo territorial de Estado en clave plurinacional que se adecúe más a la realidad social. Sin ello, habrá repetición electoral y una segunda oportunidad para el PP-Vox.

De entre todas las medida necesarias, es la amnistía para los hechos acaecidos en torno al referéndum del octubre catalán de 2017 la que más atención y discusión está centrando, y tiene visos de convertirse en uno de los ejes ordenadores principales del campo político las próximas semanas. El bloque reaccionario ha decidido hacer de este su casus belli y alertar, como siempre que no tiene el Gobierno, de que se van a romper España, la Constitución y la democracia. Es fundamental activar el campo social e intelectual progresista en defensa de una medida legítima, justa y adecuada. La amnistía no debería ser sólo una reivindicación del independentismo sino del conjunto de los demócratas. Porque nadie debería ser perseguido por querer votar; porque no se trata de un indulto a unos dirigentes políticos sino de una solución para cientos de ciudadanos anónimos implicados en un proceso de participación masiva y pacífica; y porque es hora de avanzar en una nueva fase de diálogo en la que los problemas políticos encuentren cauces políticos de resolución.

Eso no significa en todo caso que esta vaya a ser exclusivamente la legislatura del llamado “debate territorial”. Constituiría un error pensar la agenda de la justicia social y la de la plurinacionalidad como ejes separados. En primer lugar por razones históricas: ambos impulsos democratizantes se han dado siempre en los mismos períodos de impulso transformador y progresista, tanto es así que de su sinergia depende a menudo la profundidad y alcance de estos ciclos. Y en segundo lugar por correlación de fuerzas: son esencialmente las mismas las que permiten el avance social y el avance plurinacional. Sólo salen los números para avanzar con un pie en cada uno de los carriles. Si no es por convicción democrática, el centroizquierda español deberá entender por pragmatismo que esto es una realidad que ha venido para quedarse. 

La articulación de estas dos agendas, la del avance social y la del avance plurinacional, es seña de identidad de Sumar que, no por casualidad, se ha convertido en el agente que más está trabajando para despejar no sólo el camino de la investidura de un gobierno progresista sino también el de una legislatura que, frente a los augurios de siempre, sea larga y descanse sobre acuerdos fuertes y ambiciosos. 

En las pasada campaña electoral, el bloque reaccionario dedicó mucho más tiempo a postular lo que odiaba y con lo que quería acabar, sin explicar apenas qué quería hacer con su país. No fue sólo un error electoral, fue fundamentalmente la expresión del problema histórico de las derechas españolas. En virtud de una concepción patrimonial del poder y una concepción integrista del país, a su nación le sobra la mitad del pueblo real, cuyos votos parecen valer menos y sus apoyos ser menos legítimos. Esta incapacidad política dificulta mucho hoy sus opciones de Gobierno, y les ha llevado a sumirse de nuevo en una dinámica destituyente en la que un expresidente llama a la “rebelión nacional” mientras sus medios, intelectuales y agitadores trabajan explícitamente para levantar una amplia coalición de la sociedad civil y de segmentos del Estado que pueda bloquear la libre decisión de la soberanía popular expresada en el Congreso de los Diputados. Esta movilización, por cierto, parece dar ya por amortizado a Feijóo, cuya investidura ya nadie espera, mientras preparan las armas contra un Gobierno progresista que aún no ha nacido.

Frente a esta embestida no existe tal cosa como “consolidar” la legislatura anterior. No hay aún estabilidad que consolidar, ni consensos viejos a los que regresar, cuando las fuerzas conservadoras están siendo hegemonizadas por los reaccionarios y ya pretenden marchar mucho más allá de los compromisos de 1978. La crisis de régimen sigue abierta, las reformas estructurales en el Estado siguen pendientes, la creciente desigualdad y precarización de la existencia de amplios sectores sociales socava las posibilidades de la estabilidad política. Por último, la crisis ecológica ensombrece el futuro y nos obliga a emprender profundas transformaciones económicas y sociales. Que esos cambios se hagan en un sentido igualitarista y democrático, o reaccionario y de profundización de las desigualdades y recorte de derechos depende de una disputa de poder en marcha. Hasta que esa disputa no se resuelva, cualquier “consolidación” se haría sobre arenas movedizas y sería fácilmente reversible en pocos años. Por eso haría mal el pueblo progresista en acobardarse ahora ante la acometida reaccionaria, en regalar metros o semanas preciosas esperando la investidura. Porque si no se construye el suficiente músculo social e ideológico, el gobierno de coalición que nazca nacerá más cercado y limitado y por tanto con menos capacidad -y menos incentivos transformadores- para mejorar la vida de la mayoría que la tiene más difícil.

El bloque reaccionario acude cada vez más dopado a las elecciones, gracias a un desequilibrio brutal de poder en el Estado y la sociedad civil que le garantiza partir siempre con ventaja antes de la apertura de las urnas. Eso minoriza a las fuerzas progresistas incluso cuando tienen el gobierno, en el que se suelen comportar a la defensiva, como inquilinos en el Estado. Por eso una legislatura de “consolidación” sería otra de retroceso, de ganar al precio de hacerlo sobre un terreno económico e ideológico cada vez más favorable al adversario. 

Necesitamos entonces aprovechar esta oportunidad a la ofensiva, deshaciendo este interregno hacia adelante, en un sentido democratizante: de las relaciones entre pueblos, de actualización institucional al país que somos en el siglo XXI, de justicia social y combate a la oligarquización y la desigualdad rampante, de igualdad entre mujeres y hombres, de transición ecológica para una economía compatible con el planeta y con vidas más libres, con más tiempo y más felices. Sobre esas bases sí se puede construir un proyecto de país duradero y estable: con sus gentes, con todas sus gentes, dentro.

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