Regular la globalización desde el multilateralismo
Imaginemos un pasto en el que varios ganaderos alimentan a sus ovejas de forma comunal. El pasto es suficientemente productivo como para alimentar más ganado y cada uno de los pastores, siguiendo su interés individual y de forma unilateral, decide aumentar su rebaño para aumentar sus ingresos. Con el aumento incontrolado de ovejas, el pasto se arruina y los animales mueren de hambre. Es la Tragedia de los Comunes, una paradoja que ejemplifica el difícil equilibrio entre el bien individual y el bien común.
Cada ganadero persigue unilateralmente su interés, legítimo y cortoplacista, provocando un resultado contrario a ese mismo interés primigenio en el que todos los actores salen perdiendo. Ese ejemplo extrapolado a nivel global muestra la importancia de la cooperación internacional a la hora de abordar el tratamiento de bienes públicos como los servicios de los ecosistemas, el cambio climático, la seguridad global o el comercio internacional: el multilateralismo se antoja como el único camino para dar respuesta eficaz a los retos globales.
Sin embargo, a nivel internacional, estamos asistiendo a una creciente ola unilateralista, cuando no aislacioanista, de mano de algunos de los actores más importantes en la escena global. Frente a la frustración provocada por las consecuencias indeseadas de la globalización –o por la percepción de que éstas pudieran producirse-–, muchos electores apuestan por sociedades cerradas, repliegues identitarios y líderes autoritarios que prometen protección mediante la reclusión en su Estado-nación-fortaleza.
Lo vemos en Estados Unidos, con un presidente Trump que está impulsando una verdadera revolución aislacionista, amenazando incluso a instituciones multilaterales como la Corte Penal Internacional o retirándose de acuerdos tan importantes como el de París sobre cambio climático –una iniciativa que podría ser replicada por otro “hombre fuerte” como el recién elegido presidente brasileño Bolsonaro–, el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio, que contribuyó al fin de la Guerra Fría, o el acuerdo nuclear con Irán. Esta tendencia la vemos también en el seno de la propia Unión Europea, con la próxima salida del Reino Unido o con el desmarque de varios países en la gestión cooperativa de los movimientos migratorios, como Hungría, Italia o Austria, que recientemente anunciaba su retirada del Pacto Mundial para la Migración de Naciones Unidas, firmado por 164 Estados el pasado mes de diciembre en Marrakech. Lo vemos, también, en movimientos identitarios dentro de nuestras fronteras.
Es una reacción entendible, pero equivocada. No hallaremos la solución a los retos globales encerrándonos en las fronteras de nuestro Estado-nación y fingiendo que vivimos en un mundo que ya no existe. La globalización no tiene vuelta atrás y el único modo de corregir los efectos negativos que ésta tiene sobre amplias capas sociales y sobre el medio ambiente es cooperando. La socialdemocracia del siglo XXI tiene que enarbolar la bandera de la regulación de la globalización y tiene que mandar el mensaje, alto y claro, de que esta regulación solo es posible a través del multilateralismo y de una cooperación internacional que construya la gobernanza global.
Las posturas aislacionistas o unilaterales pueden ser atractivas a corto plazo como mecanismo de protección ante la incertidumbre, pero solo suponen pan para hoy y hambre para mañana. No deja de ser paradójico que muchas veces quienes dan la espalda al multilateralismo con su voto son las personas que más lo necesitan para resolver los problemas que les afectan en su día a día, en una dinámica que no puede más que agravarlos a largo plazo.
Tratados intergubernamentales, organizaciones internacionales y cesión de soberanía a estructuras supranacionales son la solución a los problemas que enfrentan los perdedores de la globalización –y de quienes temen convertirse en ellos–, no su causa.
Organizaciones como las Naciones Unidas, que el mes pasado cumplía 73 años, son el paradigma de esta necesaria cooperación internacional. Una organización que tiene en su haber logros importantes, como las misiones de mantenimiento de la paz, la puesta en marcha de los Objetivos de Desarrollo del Milenio o la Agenda 2030, llamada a vertebrar las políticas de todos los países del planeta a través de los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible, una iniciativa que el nuevo Gobierno español de Pedro Sánchez ha hecho suya con firmeza.
Sin embargo, también es una organización a la que se debe criticar de manera constructiva porque se ha mostrado, muchas veces, incapaz de prevenir algunos de los conflictos más graves de las últimas décadas, precisamente por los límites que encuentra el método multilateral para abrirse paso en su proceso de toma de decisiones. Son los vetos al multilateralismo, como los que se producen en el seno del Consejo de Seguridad –a los que 5 países miembro tienen derecho: Francia, Reino Unido, Estados Unidos, China y Rusia– los que impiden a la organización desplegar su máximo potencial. Es por esa razón que este órgano necesita ser reformado, ampliando la representatividad de sus miembros para plasmar de forma más fiel una realidad internacional muy diferente a la del final de la Segunda Guerra Mundial y apostando por las mayorías cualificadas en lugar del poder de veto en la toma de decisiones.
La Unión Europea es otra de las innovaciones políticas que surgieron tras la Segunda Guerra Mundial en la búsqueda de un mecanismo de cooperación internacional que nos alejara del conflicto. La promoción del diálogo entre sociedades diferentes, la búsqueda del común denominador y el multilateralismo como fórmula de resolución de conflictos fueron el verdadero germen de la UE y no el establecimiento de un mercado común –un mero instrumento para llegar a los fines de la Unión–, como en ocasiones se intenta hacer creer, en un intento de desalmar a la UE.
Pero la UE es todavía una obra inacabada. La estamos construyendo y es precisamente eso lo que debería fortalecer nuestro europeísmo. Tenemos la posibilidad de interceder en su construcción, de moldearla a nuestra voluntad a través de las elecciones al Parlamento Europeo -las próximas el 26 de mayo de 2019-, pero también en cada una de las elecciones generales en nuestros respectivos países en las que decidimos quién nos representa en los Consejos Europeos y en los Consejos de la UE–.
La socialdemocracia debe avanzar, consciente de que es un objetivo a largo plazo, hacia una Europa federal que a su vez tenga una sola voz en la escena internacional y aglutine la representatividad de cada una de las naciones que la conforman en un solo asiento en los organizamos internacionales. Una Unión que, desde el Consejo Europeo, hable con una sola voz en política exterior, acabando con la unanimidad en favor de las mayorías cualificadas en la toma de decisiones en esta dimensión. De esta forma, contribuiría también a facilitar los procesos de toma de decisiones a escala global, en un mundo que necesita gobernar la globalización.
El multilateralismo como herramienta para regular la globalización en beneficio de las sociedades y los ecosistemas, con más y mejor UE y unas Naciones Unidas reformadas como punta de lanza, debe ser una bandera para las socialdemocracias del siglo XXI. Una bandera que, frente a los repliegues identitarios, unilateralistas o aislacionistas que están surgiendo en todas las latitudes, debemos agitar –y explicar-.