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¡Agua!

El río Muga, seco a su paso por Peralada (Girona), a finales de diciembre.
7 de febrero de 2024 22:38 h

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Estoy pasando el invierno en mi Andalucía natal. Llueve muy poco, por no decir que no llueve nada. Los meteorólogos informan de que tal vez este viernes y sábado caigan aquí y allá unas gotas, pero serán absolutamente insuficientes para aliviar la sequedad de la tierra, recargar los neveros y llenar los pantanos. El presidente de la Junta dijo el otro día que Andalucía precisaría de treinta días seguidos de buenas lluvias para volver a algo semejante a la normalidad hídrica.

Así que nadie descarta que, el próximo verano, Andalucía necesite que le traigan agua en barcos como ya se está pensando en hacerlo en Cataluña. Agua de aquellas plantas desalinizadoras valencianas que Zapatero promovió a finales de la primera década de este siglo, y que le valieron la mofa de las derechas.

Nadie puede decir que no estábamos avisados. Desde hace lustros, la comunidad científica, algunos políticos lúcidos y numerosos activistas intentan llamar la atención sobre un cambio climático producido en gran medida por la actividad humana y traducible en subida de las temperaturas, pertinaz ausencia de lluvias en otoño e invierno y episodios torrenciales destructores en los momentos más inoportunos. Al Gore denominó “una verdad incómoda” a esta advertencia. Pues bien, este cambio ya está entre nosotros. Incluso antes y más dramáticamente que lo previsto.

No quiero hacer populismo barato: no voy a culpar de la situación a los políticos. La culpa de lo que está ocurriendo es de todos nosotros. No estamos dispuestos a lavarnos los dientes sin que el grifo esté abierto todo el rato. No estamos dispuestos a renunciar ni a una sola ducha. No estamos dispuestos a que nuestros coches circulen con una mota de polvo en la carrocería. No estamos dispuestos a renunciar a las piscinas privadas ni los campos de golf. No queremos ahorrar agua, ni tampoco queremos adoptar todos los demás cambios en nuestra manera de vivir que exigiría una lucha eficaz contra la emergencia climática.

Al contrario, me apiado de los políticos que son conscientes de lo que nos está ocurriendo. Cualquier medida restrictiva que adopten va a suscitar airadas protestas de tal o cual sector de la ciudadanía, y no van a tener más remedio que anularlas pronto, como, por ejemplo, hizo el pasado martes la Comisión Europea con el uso de pesticidas. Cualquiera que ose ponerle el cascabel al gato de la sequía, la desertificación, las olas de calor, las tormentas salvajes, la crisis climática, tiene asegurada una derrota colosal en las siguientes elecciones.

Bien lo saben los políticos que tienen como ideario el enriquecimiento rápido de sus patrocinadores a cualquier costa. ¿Se han fijado en que, en sus jeremiadas sobre los males patrios, Feijóo jamás menciona la emergencia climática? Que haya un alcalde de Bildu en Pamplona le parece gravísimo, pero le resulta absolutamente normal que, en pleno febrero, las cumbres de Sierra Nevada no tengan otra nieve que la producida por cañones artificiales. Sí, desde los tiempos del primo de Rajoy, el PP es negacionista de facto respecto al cambio climático.

Recuerdo perfectamente que cuando, en el verano de 2022, el Gobierno de #PerroSanxe intentó limitar el abuso de electricidad en los escaparates nocturnos de las tiendas y rebajar las temperaturas glaciales de los aires acondicionados, Ayuso volvió a izar la enseña de la falsa libertad. Que cada cual haga lo que le salga de los ovarios, aunque fastidie el bien común, pregonó la reina del vermú.

Así hemos llegado a lo que hemos llegado. Los agricultores se indignan porque se les restrinja el uso de agua para riegos o se les prohíba hacer pozos donde les salga del moño. Ajenos por completo al hecho de que España haya multiplicado sus territorios de regadío en los últimos lustros, cuando ya eran más que conocidas las advertencias sobre su probable desertificación. A nuestros queridos campesinos ni se les pasa por la cabeza reconvertirse a los cultivos de secano; los que requieren mucha agua son, obviamente, más rentables.

Pero no son, ni mucho menos, los únicos que practican la política del avestruz. La España urbanita sigue adorando el plástico, sigue aumentando su consumo de gas y petróleo, sigue derrochando agua. Y Almeida y Ayuso siguen talando árboles. Como si no hubiera un mañana.

No hay vida sin agua. No hay progreso sin agua. Las primeras grandes civilizaciones humanas nacieron junto a grandes ríos: el Tigris y el Éufrates, el Nilo, el Yangtsé, hoy convertidos en albañales en buena parte de sus recorridos. Discúlpenme, es difícil sustraerse a acentos apocalípticos al constatar que la impasividad sigue siendo la principal respuesta colectiva a la crisis climática.

La lucha contra la sequía y, en general, contra la emergencia climática nos exigiría cambios drásticos y fulminantes, ese tipo de cambios que, de mejor o peor grado, adoptamos frente a guerras y pandemias. Pero soy escéptico respecto a la posibilidad de que se apliquen tales cambios. La gran mayoría de la humanidad –hablo de la occidental, en la que vivo– se niega a alterar un ápice su forma de vida. ¿Ducharse menos? ¿Poner menos lavadoras? ¿Llevar el coche hecho un adán? ¿No organizar una barbacoa junto a la piscina cuando aprieta el calor? ¿Alimentarse con productos de proximidad y temporada? ¿Comer menos carne? ¿Renunciar a un viaje barato en avión para pasar un finde en Praga? ¡Ni de coña!         

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