De candados y de países
Cuando fue alcalde de Girona, ya era así de buenazo, un dechado de magnanimidad, que solo pensaba en los pobres, ese era Puigdemont.
Entonces, julio de 2012, su partido se llamaba Convergència i Unió, y aún faltaban dos años para que Jordi Pujol reconociese públicamente que escondía un montonazo de dinero sin declarar, y que había estado engañando a todos los catalanes, al tiempo que hacía alarde de poseer una ética intachable. El buen corazón de Convergència i Unió siempre ha sido así, corazón tierno de regalarle un bizcocho en el día de su santo al que barre, para que no se le olvide ir a misa.
No podía ser menos Carles Puigdemont. Se había criado en una pastelería de pueblo y conocía en lo más profundo de sus entrañas lo feliz que se siente una familia de orden saboreando dulces el día de la Mona y comprando brazos de gitano a la salida de misa de doce, los domingos. O de diez, porque antes se iba mucho a la iglesia. Y más, en la Cataluña de tradición carlista.
Así que, cuando llegó a la alcaldía de Girona, miró un día por la ventana del ayuntamiento y vio a un pobre buscando comida en un contenedor, y sintió que un rayo le quebraba el corazón. Porque, imagínense, a saber si los yogures que aquel desdichado recogía de la basura no estarían caducados. Hombre, bien mirado, un Yoplait siempre es un Yoplait; pero la figura del alcalde ha de garantizar ante todo la salud pública. Una ciudad sin escorbuto, ni beriberi, es un ejemplo para el resto del país. En aquella época, el país parecía que jamás iba a cambiar, pues estaba todo atado y bien atado a los resplandecientes pilares del Palau de la Música Catalana.
En Barcelona, lo que más le ha gustado, de siempre, a su burguesía han sido la ópera y las cosas inmaculadas, blancas como las ocas de la catedral y el gorila albino del zoo. En el imaginario de la gente de bien, la civilización la representaba la soprano Montserrat Caballé, y la vida salvaje la simbolizaba el fascinante Copito de Nieve, ciudadano del mundo, sentenciado, en aras del interés general, a vivir entre rejas, condenado a no conocer más mundo que los rostros amontonados de los visitantes que acudían para reír con sus ocurrencias (que no detallaremos).
También había algo de indomable en Puigdemont, en su cabello agreste, de contrabandista de ratafía en las costas nocturnas de Palamós, hacia 1714 (aquellos tipos de largos calcetines de seda y zapatos de hebilla, como en 'Los contrabandistas de Moonfleet'). Porque resulta que este joven alcalde, de ciudad tan principal, no era un convergente al uso, ¡qué va!
Carles Puigdemont era, más bien, un protoconvergente, un histórico llegado después de la Historia, un esencialista del partido, que entroncaba por hilo directo con el Jordi Pujol seminal, el Pujol iluminado por las montañas mágicas catalanas (aunque su luz secreta fuese siempre la del oro). Un Jordi Pujol autor de un famoso escrito donde denunciaba los defectos y carencias del “hombre andaluz”. La actual formación de Puigdemont, Junts per Catalunya, se reconoce a sí misma más en aquella protoconvergencia que en la Convergència triunfal, instalada en el poder. Por eso la inmigración es su juguete preferido y por eso se ve de nuevo obligada a la conquista del poder.
Cuando ya era el más aclamado líder catalán, Jordi Pujol declaró que su viejo escrito sobre el hombre andaluz (“es un hombre destruido, es generalmente un hombre poco hecho, un hombre que vive en un estadio de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual”) había sido un error garrafal. Lo soltó en modo impersonal, sin especificar de quién fue el error. Asimismo iba a ser un error no encontrar a lo largo de toda una vida el momento adecuado para regularizar su dinero escondido. Y esto también lo dijo de manera impersonal, sin identificarse con sus actos. El pujolismo nace con un error garrafal y sucumbe con otro error. El pujolismo es todo lo que va entre el clasismo supremacista y el arramblar con la pasta.
Junts per Catalunya surge de las cenizas de ese último error, que ha clausurado a Convergència dramática y operísticamente, con el presidente del Palau de la Música Catalana, el hasta entonces ciudadano ejemplar Fèlix Millet, declarando en silla de ruedas en un sótano de la Ciutat de la Justícia, y respondiendo a las preguntas del fiscal anticorrupción, Emilio Sánchez Ulled (el cual, harto de todo, haría las maletas y proseguiría su carrera en Bruselas, representando a España ante la Unión Europea).
Heredera de Convergència, es también otro error, un error propio y mayor, lo que va a dar carta de naturaleza a Junts. Sin que esté en el guion, Puigdemont ha sido nombrado presidente de la Generalitat (le arrancaron corriendo de la alcaldía cuando Artur Mas fue vetado por la CUP), y meses después, tras el traumático intento de celebrar un referéndum sobre la independencia de Catalunya, ha convocado a los periodistas para anunciar elecciones autonómicas anticipadas. En ese instante, le salta en el móvil una notificación de Twitter donde el diputado de ERC, Gabriel Rufián, le compara con Judas traicionando al Señor por 30 monedas de plata (en el tuit son 155, como el artículo de la Constitución). Entonces le entra flojera a Puigdemont y, en lugar de convocar elecciones, se confunde y proclama la República catalana, que ocho segundos después desproclama con la misma vehemencia. Desde 1714, en Cataluña, los errores siempre son fundacionales. Y también garrafales, porque hace tiempo que aquí todo es de garrafa.
Cuando en octubre de 2017, tras declarar la independencia, Puigdemont huye a Bruselas (donde había llegado, en mayo, el fiscal Sánchez Ulled, la historia rima con sílabas disonantes), Junts se convierte en un partido fantasma. Ahora va a ser un partido sin líder matérico, y es a la vez el espectro de la vieja Convergència. Son partidos distintos, estando hechos de lo mismo.
“Estaba con esa mujer porque me recuerda a usted, sus ojos, su cara, su risa, todo me recuerda a usted, excepto usted”, lo decía Groucho Marx en 'Una noche en la ópera'. De una manera u otra, todo es de ópera en Cataluña. Junts es un paquebote a la deriva, un Mary Celeste, un barco fantasma cargado de pretendidos supervivientes del naufragio pujolista, catástrofe que todo el mundo se apresura a olvidar. Ahora se enrolarán arribistas y quienes nunca han visto mejor ocasión. Criaturas procedentes de otras profundidades. Quienes, hasta hace nada, vivían colocados como asesores de alcaldes por los pueblos de la Cataluña convergente ejercen ahora de oficiales de cubierta, de timoneles, de vigías, de cocineros en este buque espectral, que avanza entre el miedo y las habladurías. Quienes, en los tribunales, pidieron prisión para los manifestantes que habían rodeado el Parlament durante una protesta contra los recortes del Govern convergente de Artur Mas, quienes tildaron aquella protesta de “golpe de Estado encubierto”, han sido beneficiados recientemente con todo lo que ellos nunca quisieron dar: indultos y amnistías.
Junts per Catalunya es un partido protoconvergente, es decir supremacista, primordial en el terrible sentido lovecraftiano. Por eso rivalizan ahora con el supremacismo de la Cataluña profunda representado por la alcaldesa de Ripoll, Sílvia Orriols. Ambos compiten en manifestar quién tendrá más mano dura con los emigrantes, a los que asocian a la delincuencia y a la pérdida del Estado de bienestar, que los propios convergentes empezaron a desmantelar con sus recortes cuando gobernaban.
Los de Aliança Catalana, de Sílvia Orriols, no se cortan un pelo; pero los de Junts son de mejor casa. Siempre han vivido bien. También durante la dictadura franquista. Los actuales pertenecen a una nueva clase social, que llama ser progresista a escuchar canciones de los Blues Brothers, pero el único progreso en que creen es en su bienestar de mutua privada. En su fantasía de teleférico con los esquíes colgando, se sitúan políticamente en la izquierda. Sin embargo, como estos días ha dicho, irónicamente, la usuaria de la red social X que firma Anna (@anna_socjo): “És maco estar demanant simultàniament una amnistia i l'expulsió dels delinqüents” (es bonito estar pidiendo simultáneamente una amnistía y la expulsión de los delincuentes).
Hace casi doce años, antes de que este nuevo viaje de esa vieja gente empezara, y cuando tan solo era el peculiar alcalde convergente de Girona, Carles Puigdemont propuso cerrar con candados los contenedores de basura, para que los indigentes no cogiesen la comida de dentro. Decía que a menudo los productos arrojados estaban en malas condiciones, de modo que podían intoxicarse. Sólo miraba por el bien de aquellos desventurados. Como alternativa, sugirió que la policía repartiese vales de comida entre las personas sin hogar. Estos alimentos los suministrarían las cadenas de supermercado proporcionando “la comida que esté a punto de caducar”. Con aquellos candados, quisieron construir un país.
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