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Confianza en pandemia

Pedro Sánchez e Isabel Díaz Ayuso.

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La pandemia está cristalizando tendencias que estaban emergiendo con fuerza en el ámbito político, una de ellas, y en mi opinión la más importante, es la crisis de confianza en las instituciones públicas sin la cual, la democracia se tambalea. Es responsabilidad de todos abandonar la politización de la pandemia, de lo contrario, las instituciones no serán lo suficientemente fuertes como para cumplir su cometido de protección y justicia, tan imprescindibles en el futuro inmediato. 

El debate público en la primera ola de la COVID-19, allá por marzo, versaba sobre la falta de anticipación de las instituciones y, más específicamente, de los gobiernos sobre lo que estaba por llegar. La cancelación del Mobile Word Congress en el mes de febrero fue criticada por alarmista y precipitada por todos, evidenciando que efectivamente no esperábamos que el virus de Wuhan fuera a exportarse a cada rincón del planeta. 'Tarde' fue la palabra clave, una valoración que dejaba cierto margen de confianza para las medidas que se tomaron, que, aunque brutales desde el punto de vista de limitación de libertades, se demostraron efectivas. La percepción general era que, aunque tarde, las medidas funcionaban y no quedaba otra que aceptar las recomendaciones por draconianas que fueran. En aquel momento, la confianza en las medidas del Gobierno y, por ende, en el Gobierno y sus técnicos, eran aceptables porque la crítica no estaba centrada en las medidas o en desacreditar a quienes las tomaban, sino en el momento en el que se habían tomado; esto permitió un confinamiento histórico que de forma impecable cumplimos todos a rajatabla, insisto, por convicción y confianza hacia el poder público. 

En esta segunda ola, y aunque hemos ido tarde en muchos aspectos, esto ya no se debate, y la batalla está centrada en la falta de confianza de unos gobernantes hacia otros, convirtiendo la cogobernanza en una tapadera que permite diluir responsabilidades para acusar al contrario de no asumirlas. Así, todas las medidas adoptadas son objeto de crítica, tachadas de partidistas, desacreditadas por el adversario político, enviando un mensaje de arbitrariedad que conduce a minimizar la percepción del riesgo por parte del ciudadano, tan importante en un momento como este. Si las medidas las han adoptado los propios, se ven como el bálsamo de fierabrás, como el remedio definitivo y concluyente. Si las medidas las han adoptado los otros, son tachadas de ineficaces, poniendo en tela de juicio hasta los datos que las avalan y los técnicos que las toman. La peligrosidad de este juego es tal, que lleva aparejado que en nuestro país los datos sigan siendo los peores, porque el mensaje que se envía desde las instituciones es que el riesgo ya ha pasado y que ahora podemos dedicarnos a cuestionar las medidas del contrario para debilitarle políticamente. Si son cuestionables, por qué obedecer. 

Afirma Fernando Vallespín que la democracia se sustenta sobre la verdad y la confianza, y ambos son objeto de lucha partidista. Que, tras siete meses de pandemia, los datos oficiales sigan siendo objeto de debate e interpretación evidencia que nuestros gobernantes no se ponen de acuerdo sobre la verdad, y que, por lo tanto, envían un mensaje de que no existe. Si no existe la verdad y todo es mentira o medio verdad, los ciudadanos pueden decidir creen en lugar de pensar, en terminología orteguiana, y en base a sus creencias, fobias o mitos, decidir que lo que está ocurriendo tiene más o menos gravedad y moldear su comportamiento en consecuencia. 

No hay cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado para obligarnos a cumplir las leyes y normas que la COVID-19 ha traído aparejadas, porque los estados democráticos no basan su legitimidad en el poder coercitivo de la fuerza, sino en la confianza en las instituciones; una confianza que modela comportamientos mediante leyes que creemos que nos ayudan a vivir en paz y armonía. Si eso se rompe, cunde el caos, tras el cual llega la tiranía, y ahora sí, un estado policial. Puede parecer un diagnóstico muy alarmista, sin duda, realizado en el plano teórico de la política ficción. Sin embargo, todas las encuestas apuntan en la misma dirección, la cristalización de la desconfianza, el hastío, el hartazgo, por ejemplo, una encuesta publicada por Metroscopia revela que el 31% de los ciudadanos están cansados; el 29%, enfadados y el 23%, temerosos; en total, un 83% de la población cuyos sentimientos hacia las instituciones son extremadamente negativos. 

Como ha teorizado Yuval Harari, las instituciones son entidades intersubjetivas que un día fueron inventadas y que existen porque permanece un consenso sobre su necesidad, porque confiamos en ellas, pero no son ley natural, y, por lo tanto, pueden ser extintas. El deber de los que nos consideramos demócratas es protegerlas, también alertando sobre las amenazas que las debilitan y sobre cuál es la alternativa a ellas. Ahora la amenaza es la politización de la pandemia, no incidamos sobre el error. 

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