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La consciencia de las Pandis

Laboratorio de coronavirus del Centro Nacional de Biotecnología (CNB-CSIC). / Álvaro Muñoz Guzmán, SINC

Gabriela Wiener

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Las pandis (Portadoras Asintomáticas No Diagnosticadas) de esta casa últimamente no dormimos demasiado. De tanto perseguir al niño vector para lavarle las manos impregnadas de todo lo que le damos de comer se nos escapan también los sueños. Hemos perdido la ventana –los Covids se la quedaron cuando uno de ellos volvió del hospital–, así que para ver la ciudad debemos subir a escondidas a la terraza de la finca y por fin quitarnos las mascarillas y los guantes y respirar a bocajarro ese aire con nosecuánto porciento menos de dióxido de nitrógeno desde la epidemia, y descubrir que se puede ver la sierra desde un techo de Carabanchel. Y, claro, hacer una crónica marciana: “Dímelo otra vez. ¿No ves la ciudad como yo te cuento?... ¡Oh, lo veo todo tan claramente!”.

El niño vector se ha acostumbrado tanto a estar dentro que ya no quiere ni ir a tirar la basura. No le brillan los ojos de emoción como a su madre ante el contenedor. “Eres un cachorro de zoo”, le digo y él responde falsamente indignado: “¡¿Estás de broma?!”. En realidad pienso todo el día en todos esos niños que nacen en las cárceles con sus madres prisioneras y que no conocen otra felicidad que la del encierro y me da hasta alivio. Es tan feliz solo estando con nosotras que da miedo. Igualmente, si me ven en el contenedor con el vector, la gente cambia de acera. Tampoco hay que exponerse a la deshumanización en la esquina de casa.

Solo sé que no queremos matar al viejo del segundo. Tiene más de 90 años y sigue bien. Por eso escondemos al niño, limpiamos como obsesas el pomo de la puerta de la entrada, el interruptor de la luz y cuando pasamos por delante de su puerta corremos como vándalas. La consciencia pandi, su nueva moral pesa, sobre todo si vives con al menos un covid diagnosticado que tose de vez en cuando. “¿Eso ha sido una tos? Mira que Irene Montero ha dado otra vez positivo. Empezaste el mismo día que ella. No van a hacerte otra prueba, eh”.

Si el enemigo está ganando es porque juega sucio, su estela de contagio es random, elige al azar a sus víctimas, su margen de irregularidad es tal que no permite encontrar aún el método para enfrentarlo. Las pandis hacemos cálculos dudosos para saber si ya somos aptas para salir, para unirnos con los sanos o con los enfermos, con cualquiera nos vale ya: “Piensa que si de momento no has tenido fiebre ni nada y ya hace más de dos semanas que él enfermó hay poquísimas posibilidades de que….”, me dice una pandi amiga. ¿Estaremos a un paso de hacernos inmunes?

Mientras tanto, la libertad es hablar con la vecina de la finca de enfrente, la que lleva guantes cuando toca a sus plantas. De su balcón a nuestro techo no llegan las gotitas, se pierden en el aire, se evaporan con toda su maldad. Probablemente sea pandi como nosotras. Y ahí tiene lugar una conversación de pandi a pandi. El mundo se divide entre pandis y covids. No hay nada intermedio. Habla de sus vecinos okupas que acaban de llegar y de su trabajo de limpieza que debe hacer de lunes a viernes porque si no, la echan. Las pandis reciben una cháchara de edificio como reciben al sol, como descargas eléctricas para aguantar un día más el delirio. Y si duermen unos segundos, despiertan de golpe porque el móvil les ha caído en toda la boca por leer la noticia de una vacuna que ya se fabrica en un laboratorio gringo llamado Gilead. Barajamos hipótesis o no sé si es el vino. “Huele a pangolín”, dice otra pandi desde un chat en el que me han prohibido compartir noticias chungas. 2011: Hollywood estrena una película en la que Gwyneth Paltrow se ve feísima por el virus. 2015: Bill Gates dice que en unos años los virus matarán más que las guerras. 2020: Estamos muertas. “¡El que tiene la cura inventó la enfermedad, creedme!”, grito. ¿Quién a esta hora no es ya en su casa el Niño Predicador?

Una de mis amigas tiene un amante que se escapa para follarla durante el toque de queda. Cuando llega a verla, ella le saca los zapatos y le echa desinfectante. El sexo seguro de la época. Pero falta demasiado para la Fiesta en Zion postcoronavirus, la anhelada megaparty de cuerpos sudorosamente mezclados y mdma en la última ciudad humana que le ha quedado al planeta. Mi compañera no puede esperar a estar en ese garito subterráneo de estalactitas y besar a cada persona que pase delante de ella. Yo tampoco. Algunas noches nos evadimos unidas por el sufrimiento, no por el amor, como escribió Úrsula K Le Guin, porque ahora “el vínculo que nos une está más allá de toda posible elección: no tenéis nada, no poseéis nada, no sois dueños de nada, sois libres”. Esa hermandad que surge entre una mano sin nada que dar que se tiende hacia otra mano igual de vacía. Algunas noches interminables, también, clamamos: “el mundo no volverá a ser el mismo, mi amor”, creyendo que estamos diciendo algo importante y al día siguiente vemos que algún filósofo ha dicho exactamente lo mismo y es un titular de un periódico. Qué fácil es ser profundo estos días.

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