Con mis amigos que pasamos por la cátedra de Teoría y Análisis Literario de Jorge Panessi (todos los que estudiaron Letras en la UBA y, si se me permite, todos los que estudiamos Filosofía y elegimos nuestras optativas con criterio) solemos retomar un debate que nos enseñaron ahí, el de Roland Barthes y Michel Foucault sobre la muerte del autor. Parecería que desde que terminamos la universidad la posibilidad de que el pensamiento sobre el arte prescindiera de la figura del autor se ha vuelto una idea completamente ridícula; incluso la idea de complejizar la figura del autor, como proponía Foucault, de entenderla más como a una función que como una persona, se siente profundamente anticuada. Los debates sobre el arte más acalorados de la última década (fuera de la academia, sobre todo, pero también dentro de ella) giran en torno de la pregunta por el quién, mucho más que el qué o el cómo: si se puede separar la obra del artista (Barthes hubiera dicho que es la única manera; Foucault que tal vez no, pero que eso es en virtud de una forma de circulación del poder y no de un hecho natural o un imperativo moral), si esta persona puede hacer arte con esto o quién tiene el derecho (o el deber, incluso) de contar una determinada historia o un determinado mundo.
Entiendo perfectamente que esto haya sucedido: de hecho la sensación es que hoy, la subjetividad del artista parecería ser el paradigma de todas las subjetividades: todos somos autores o nos vivimos como tales; si no hay obra, la vida es la obra; lo que una diga, haga o postee, todo se entiende ya en esos términos. Mi problema con este cambio de enfoque no es moral; es de vocabulario, de los problemas que permite plantear y sobre todo de los que no permite plantear.
A mí realmente me interesan poco los autores; no soy de leer ni conocer sus biografías, no voy a verlos firmar libros, no me intereso demasiado ni por las entrevistas ni por las preguntas al director después de una película. Me molesta, de hecho, que este regreso triunfal de los autores esté acabando con la crítica y que ya casi nadie quiera leer (o escribir) una reseña de una obra que no incluya la voz de su autor. Pero por eso me molesta quizás más cuando los problemas éticos y políticos del arte, que me parecen reales e interesantísimos, terminan reducidos a este lenguaje de los nombres propios y los individuos. Nunca me interesó la cuestión de si una persona tenía derecho a contar una historia ajena, supongo que porque no creo tanto en la propiedad de las historias (ni la más autobiográficas de las historias es completamente propia; de hecho, los autores que más problemas terminan teniendo sobre el derecho a contar una historia son los que trabajan con sus propias vidas); sí me interesa, en cambio, y creo que no pasa de moda, la pregunta de qué es lo que puede hacer el arte con la miseria.
Es conocida la frase de Adorno sobre que no es posible hacer poesía después de Auschwitz. En realidad es una de esas citas incorrectas que van quedando: Adorno nunca dijo que era imposible, sino que sería sórdido hacerlo (barbaric dicen todas las traducciones al inglés que encuentro; yo en el siglo XXI traduciría “sórdido” porque “bárbaro” o “salvaje” tienen otro color), pero lo más importante, quizás, es que de todos modos se terminó retractando. En Dialéctica negativa, Adorno escribe que quizás estuvo mal decir que no se podían escribir poemas después de Auschwitz, porque el sufrimiento perpetuo tiene tanto derecho a expresarse como un torturado a gritar. Más allá de que Adorno está hablando, en primer término, de la gente que efectivamente experimentó el horror absoluto, la pregunta por qué clase de belleza se puede hacer con ese horror es una cuestión que no solo no envejece sino que tiene una complejidad nueva en un mundo saturado de información y de historias, en un mundo en el que todo se cuenta y no hay ningún velo que correr para mostrar el sufrimiento porque literalmente nos la pasamos viendo violencia e injusticia en todos los medios que consumimos desde que nos levantamos hasta que nos vamos a dormir.
En las últimas semanas, dos obras me dieron respuestas distintas a este interrogante: No esperes demasiado del fin del mundo, la última película del director rumano Radu Jude (Mubi), y Los días afuera, la nueva de teatro documental de Lola Arias (Teatro Alvear, hasta junio). En la película de Jude, una asistente de producción sobreexplotada tiene que hacer un casting entre personas que sufrieron accidentes laborales graves para un video institucional. En la obra de Arias, un grupo de personas que pasaron tiempo en una cárcel de mujeres hablan de esos años pero sobre todo de las dificultades y las esperanzas de la vida después.
Una es una ficción, la otra es documental; pero ambas se meten con temas y universos muy duros, y creo que comparten un enfoque, una sensibilidad y una idea de responsabilidad. Ni Jude ni Arias son condescendientes con sus sujetos: los personajes de Jude y les performers de Arias entienden las injusticias que sufren y entienden, también, sus lugares en la maquinaria. Son capaces de criticar, de reírse, de hacerse cargo de lo que sea que les toque; y lo que entienden, tal vez, y por eso las obras que protagonizan tienen buenas ideas sobre el capitalismo tardío, es que la parte más difícil de nuestra época es entender quién tiene la culpa. No pierden el tiempo, entonces, con teorías sociales amateur de esas que se parecen demasiado a las teorías conspirativas, esas que suponen que el mal en el mundo viene de los villanos que mueven todos los hilos. Tanto Jude como Arias se concentran, en cambio, en la humanidad que sigue sobreviviendo hasta en los mundos más terribles; no a modo de edulcorante, ni de solución. Ni los personajes de Jude ni les performers de Arias le ganan a la injusticia en el sentido fáctico: nadie detiene la picadora de carne, y por eso las dos tienen algo de esperanza, pero nada de ingenuo. Ambas son obras ambiciosas y a la vez modestas: denuncian la injusticia pero no entienden esa denuncia como algo sombrío o solemne que deba separarse de la belleza. Todo lo contrario: piensan que para que las denuncias se entiendan hay que ir a la particularidad, al detalle de la vida, y si una va a ese detalle no hay forma de escaparse de lo bello, del asombro renovado en cada obra de arte por el modo en que se construyen lazos, afectos e ideas en las peores miserias.