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El emérito y el emirato

Juan Carlos I en Emiratos Árabes, en una imagen de archivo.
30 de mayo de 2022 22:11 h

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Tras su breve exhibición por tierras españolas tras casi dos años de ausencia, Juan Carlos I ha regresado a su país de adopción fiscal, Emiratos Árabes Unidos. Una vez más cabe preguntarse qué hace el anterior jefe de Estado, al que su pléyade de cortesanos atribuye la proeza de haber traído las libertades a España, residiendo en uno de los países con menos libertades en el mundo. Por mucho que hayamos normalizado esta situación, no deja de ser una anomalía merecedora de debate. 

Seguramente la derecha, la ultraderecha y parte del PSOE alegarán que Juan Carlos es “un ciudadano más” y, como tal, puede vivir donde le salga de las narices. Es lo que han argumentado para justificar su reciente visita a España: que es un ciudadano común y corriente, porque hace ocho años renunció a los privilegios constitucionales que lleva aparejada la ostentación de la Corona. Vamos por partes: por mucho que se repita machaconamente, Juan Carlos no es un ciudadano más. Para empezar, es la única persona citada por su nombre en la Constitución, lo cual le concede una significación simbólica al que no accede ningún otro mortal. En segundo lugar, no fue un jefe de Estado por elección popular, lo que le permitiría retornar sin más a la vida civil tras su mandato, sino que encabezó una restauración monárquica, con las obligaciones implícitas que esto impone en la preservación de la institución. Además, tras su abdicación en 2014, el Gobierno de Mariano Rajoy aprobó el Real Decreto 470 que le concede “vitaliciamente el uso con carácter honorífico del título de Rey, con tratamiento de Majestad” (por cierto, eso de ‘emérito’ no consta en ningún sitio) y establece que “el orden de precedencia de los Reyes Don Juan Carlos y Doña Sofía será el inmediatamente posterior a los descendientes del Rey Felipe VI”.

No. Déjense de milongas. Juan Carlos no es un ciudadano como usted o como yo. Si quisiera serlo –y está en su derecho a dar el paso-, no solo debería solicitar formalmente el retiro de su nombre de la Carta Magna y la derogación del decreto que le garantiza el tratamiento de Majestad, sino que habría debido renunciar al blindaje de la inviolabilidad –privilegio del que no dispone el españolito de a pie- cuando la justicia española lo investigó por más de una docena de delitos de corrupción. 

Si nos ponemos muy institucionales, Juan Carlos no debería residir donde le diera la gana. El lugar de residencia debería ser fruto de una reflexión entre la Zarzuela y la Moncloa, entre otras cosas porque una elección de ese calibre puede tener consecuencias para la institución monárquica y, también, para la imagen del propio país. Ignoro si esa reflexión se hizo; en tal caso, el resultado no pudo ser más patético. El primer monarca de España en su nueva etapa democrática no solo terminó su largo reinado enfangado en graves escándalos, sino que, para purgar esos “acontecimientos pasados de mi vida privada”, como pretendió minimizar sus andanzas, ha fijado su residencia en una satrapía donde los pocos derechos existentes son pisoteados a diario. 

Pero, haya sido una decisión propia o consensuada, de lo que no cabe duda es de que convenía a alguien con los líos que acosan a Juan Carlos. Emiratos no tiene tratado de extradición con Suiza –cuando se marchó al país árabe en 2020, el exmonarca corría el riesgo de ser requerido por la justicia helvética- y en sus convenios de extradición suele incluir restricciones a la hora de acceder a la entrega del presunto delincuente, singularmente cuando es de avanzada edad. Por otra parte, Emiratos es un excelente lugar para mantener el secretismo de las fortunas, sobre todo si se cuenta con la amistad de los jeques gobernantes, como por lo visto es el caso de Juan Carlos I. En su informe más reciente, de marzo pasado, el Grupo de Acción Financiera Internacional, organismo creado en 1989 por el G-7, ha incluido a Emiratos en la “lista gris” de blanqueo de dinero, junto a países como Camboya, Haití, Siria o Uganda. Súmese a ello que en el país árabe el IRPF es cero, y ya tenemos el cóctel perfecto.

Pese a las fabulosas cantidades de petrodólares que invierte Emiratos en campañas publicitarias y engrase de conciencias de periodistas para lavar su imagen y presentarse como un país abierto y moderno, y pese a algunas ligeras señales de apertura que en efecto se han producido en la última década, las organizaciones internacionales independientes siguen presentando tozudamente una realidad que dista de ser paradisíaca. Emiratos tiene 9,89 millones de habitantes, de los cuales casi el 90% son extranjeros o apátridas. La inmensa mayoría de estos son trabajadores sin cualificación (primordialmente hindúes, pakistaníes, bangladesíes y filipinos) que en muchos casos laboran en condiciones de semiesclavitud. Varios periodistas que han intentado escarbar en el mundo laboral emiratí han terminado en prisión o, en el mejor de los casos, expulsados del país. Freedom House, una de las organizaciones más prestigiosas en la valoración de estado de las libertades en el mundo, incluye a Emiratos entre los países “no libres”, con una puntuación total de 17 sobre 100 en el análisis de diferentes indicadores, lo que, para entendernos, lo sitúa a la par que la República del Congo.

Sería bueno saber qué opina el PP, ese partido que se proclama paladín de las libertades, sobre Emiratos y sobre el hecho de que Su Majestad (trato del que sigue disfrutando) haya decidido establecer allí su residencia. Del mismo modo que nuestra derecha se desgañita denunciando la falta de libertad en Venezuela o Nicaragua, no estaría de más que extendiera –así sea sin ira- su cruzada libertaria al país árabe del que hoy nos vemos obligados a hablar con mucha más frecuencia por la presencia en él del exjefe de Estado.

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