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¿Pero qué hago escribiendo esta columna? Sobre el síndrome del impostor

Trabajo en ordenador portátil

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Hay un meme que presenta a una señora rodeada, a sus espaldas, por varios tipos. Uno le dice “increíble”, otro dice “wow”, “otro dice ”muchísimo talento“; ella dice ”no tengo ni la más remota idea de lo que estoy haciendo“. Es una frase que alguna vez ha pasado por mi cabeza. Por ejemplo, escribiendo esta columna. Pienso que en cualquier momento va a entrar la policía de la impostura por la puerta para llevarme detenida. –A ver, usted, doña fraude, ¿cómo se declara? –Hombre, evidentemente culpable–, diría.  

A finales de los años 70 se analizó por primera vez la prevalencia del síndrome del impostor, un fenómeno netamente moderno, o que, al menos, no había sido descrito con anterioridad. Fueron las psicólogas clínicas Pauline Clance y Suzanne Imes las que identificaron esa sensación de no sentirte a la altura realizando un trabajo, pese a haber acumulado méritos suficientes para hacerlo.

Generalmente, nos afecta más a nosotras. Cualquier editor de un medio de comunicación te lo dirá: es más difícil encontrar mujeres columnistas que hombres columnistas. Creo que tiene que ver con que desde pequeñas se nos enseñó la discreción y la modestia como normas. También se nos inculcó una racionalización excesiva de nuestros logros. No es nerviosismo saludable, no es falsa modestia, es la fiesta de la autoexigencia. Y a nadie le gusta entrar en esa fiesta que, por cierto, ¿estará a la altura del resto de fiestas? ¿Los invitados pensarán que es buena fiesta?

Nunca me ha gustado la expresión “síndrome del impostor” porque, creo, contiene varios fallos de base. “Impostor” aporta un matiz de fraude, como si fueses Frank W. Abagnale y Steven Spielberg fuese a rodar una película sobre ti, como si apareciese tu nombre en los Papeles de Pandora. Además, es una expresión profundamente engañosa. Se centra en la responsabilidad individual –tú eres la culpable, tú eres la impostora–, sin tener en cuenta los condicionantes externos. No siempre nos falta confianza a la hora de realizar un trabajo, es que muchas veces el sistema, con sus vicios y dinámicas, lastra esa confianza. Sigue ocurriendo, por ejemplo, que la validación laboral de una mujer se ponga en cuestión a medida que progresa –“Uy esta, ¿cómo habrá llegado hasta ese puesto?”–. No sólo se cuestiona el trabajo, también se cuestionan los méritos y las aptitudes. La seguridad a menudo se confunde con soberbia. 

El psicólogo David Dunning y la psicóloga de la Universidad Estatal de Washington Joyce Ehrlinger analizaron esa dinámica de autopercepción. Invitaron a un grupo de estudiantes a participar en un concurso. Sólo el 49% de las mujeres se inscribieron frente al 71% de los hombres. Todos habían hecho previamente un test y los resultados habían sido bastante parejos: las mujeres habían obtenido 7,5 aciertos sobre 10, los hombres 7,9. Ellas, por tanto, evitaron exponerse más que ellos por miedo a cometer errores.  

Como decía, el síndrome del impostor generalmente nos afecta más a nosotras, pero también a ellos. Porque la autoexigencia es un lastre generacional. En un contexto permanente de crisis y competitividad, se nos ha metido en la sesera que para llegar a algo hay que ser el mejor. Puede, incluso, que te hayan regalado una taza –la vajilla coach– que te lo recuerde cada mañana: “Sé la mejor versión de ti mismo”. O puede que tu jefe haya colgado un vinilo en la pared de tu oficina que diga algo así como “prohibido rendirse”. Porque ya sabes, si te esfuerzas lo suficiente “puedes conseguir todo lo que te propongas”.

Esa presión ambiental (y de dudoso gusto, por cierto) nos conduce a una validación constante del mérito propio y ajeno. Si no consigues lo que te propones eres un fraude. Si lo consigues, un poco también porque tal vez no te lo mereces, tal vez sólo has tenido buena suerte. Si esto fuese una partida de Cluedo y la confianza apareciese muerta en un rincón de la cocina, el asesino habría sido el perfeccionismo impuesto y autoimpuesto. La clave, supongo, es dar la versión que buenamente se pueda de uno mismo (¿qué narices es la mejor versión de uno mismo, por cierto?). Y si fracasas, pues fracasas. Lo decía el escritor Augusto Monterroso: “Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando”. 

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