«Psicópata», «chulo de putas», «satanás» o «miserable» son solo algunos de los insultos que en los últimos días ha dedicado Santiago Abascal, líder de la extrema derecha, al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. A esta lista habría que añadir los que acumula desde hace años: «capullo», «traidor» o «jeta», entre otros. Abascal, sin embargo, no es pionero en esta estrategia: se ha limitado a seguir la senda abierta por otros dirigentes de la derecha.
Pablo Casado, expresidente del PP, ostenta el récord de haber descalificado a Sánchez hasta en 21 ocasiones en una sola intervención en 2019. Durante su etapa al frente del partido fue habitual escucharle hablar de «traidor», «incapaz», «felón», «okupa», «sociópata», «patético» o «ilegítimo». En su pugna por la hegemonía conservadora, Albert Rivera, exlíder del extinto Ciudadanos, tampoco se quedó atrás: calificó a Sánchez de «golpista», «oportunista» o «teatrero». Hoy Rivera y Casado ya no están, pero sí Isabel Díaz Ayuso, que ha empleado expresiones como «mafioso», «matón», «tirano» o aquel célebre «hijo de puta» disfrazado después de «me gusta la fruta», eslogan que el actual líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, llegó a corear este verano en un karaoke.
No se trata de exabruptos aislados fruto de la tensión parlamentaria, sino de una estrategia consolidada dentro de un ecosistema conservador cuyo objetivo prioritario es derrocar al Gobierno. En ese entramado, los medios de comunicación afines han desempeñado un papel central, amplificando los insultos de los líderes políticos y fabricando nuevos agravios. El locutor Federico Jiménez Losantos, por cuyo programa desfilan habitualmente dirigentes de la derecha, ha bautizado a Sánchez como «Judas Sánchez», «el enterrador», «PsicoSánchez» o «acémila», además de recurrir a los manidos «imbécil», «inútil» e «inmoral». La repetición constante de estas descalificaciones ha calado en la sociedad hasta convertirse en columna vertebral del discurso conservador, más allá del ámbito estrictamente ultra.
La consecuencia de este proceso es visible en la calle: el grito «Pedro Sánchez, hijo de puta» se repite sin pudor en conciertos, bodas o fiestas populares, convertido en un fenómeno de masas al que dirigentes del PP se refieren como «la canción del verano». No estamos ante un inocente ejercicio de libertad de expresión, sino ante la cristalización de un largo proceso de deshumanización del adversario político. Se trata, sin rodeos, de una forma de violencia política.
La violencia política no empieza con las balas: comienza cuando la confrontación de ideas se transforma en ataque personal. Cuando se confunde a la persona con la posición que defiende, se abre un terreno difuso en el que eliminar al adversario político se convierte en sinónimo de eliminar a la persona. Se trata de una confusión habitual. Recuérdese que en la película Novecento, Olmo explica a unos campesinos desconcertados que el patrón está muerto aunque Alfredo Berlinguiere esté vivo: la persona no es el objetivo de la destrucción, sino sus ideas y las estructuras que crearon la desigualdad. Sin embargo, la derecha española cruzó hace tiempo esa frontera, normalizando el insulto y promoviendo la caricaturización y deshumanización del rival. El resultado es un caldo de cultivo en el que la sociedad replica esas actitudes y, más pronto que tarde, surgen individuos que se creen legitimados para dar un paso más en la escalada de violencia.
España no es Estados Unidos, un país atravesado por una violencia política extrema y la práctica libre circulación de armas, como recordaba recientemente Íñigo Sáez de Ugarte. Pero las lógicas que subyacen son las mismas. Y sin frenos suficientes, es solo cuestión de tiempo que la cultura política violenta estadounidense penetre con más fuerza en una sociedad española hasta ahora más tolerante.
Además, esta violencia discursiva en España es esencialmente asimétrica. Existen insultos hacia líderes conservadores, pero ni de la misma magnitud ni proferidos por las principales figuras políticas. La excepción es Óscar Puente, que acusó a Isabel Díaz Ayuso de ser «incompetente» y tener un «dudoso equilibrio mental». Ese tipo de mensajes no ha logrado frenar la ofensiva conservadora y, de hecho, quizás incluso la haya estimulado. De hecho, ni Pedro Sánchez, ni Yolanda Díaz, ni Antonio Maíllo han recurrido a expresiones semejantes. La violencia política verbal, como también la mayoría de las agresiones físicas y amenazas, tiene una dirección clara: contra la izquierda.
Tanto es así que la derecha española ha tenido que recurrir al caso del asesinato de Charlie Kirk en Estados Unidos para justificar una nueva escalada de violencia verbal en nuestro país. Abascal ha afirmado que «no nos matan por fascistas; nos llaman fascistas para matarnos», importando del exterior un caso de asesinato sin relación con la política española. El líder de extrema derecha ignora deliberadamente que la violencia política en Estados Unidos no ha comenzado con el asesinato del activista ultra, y que, por ejemplo, sólo hace unas semanas fue asesinada en su casa una congresista demócrata, Melissa Hortman, y su marido. El objetivo de Abascal es, no obstante, seguir encabezando la estrategia de acoso contra Sánchez. Por eso necesita seguir inflamando la política española, para lo que sorprendentemente está encontrando aliados entre la derecha conservadora tradicional.
No es un proceso sólo español. Es una estrategia de todas las extremas derechas europeas, que a pesar de considerarse anti-globalistas no dejan de estar determinadas por la lógica y cultura política estadounidense. Allí los insultos y las agresiones físicas siempre tuvieron un grado mucho más intenso y peligroso que en Europa, y desde hace más tiempo. Trump es, en cierto modo, el clímax de esta estrategia de radicalización e inflamación. En el Reino Unido también acumulan una desgraciada lista de asesinatos políticos, desde la diputada laborista Jo Cox en 2016 hasta el diputado conservador David Amess en 2021. Allí la extrema derecha también está intentando capitalizar el asesinato de Kirk, pero al menos los liberales están horrorizados y denuncian los intentos de Elon Musk de incendiar al país y piden unidad política contra el peligro.
En España, en cambio, una cosa que se echa en falta es precisamente un dique de contención conservador: algo que sirva como vacuna para que la sociedad civil conservadora no se siga contaminando de la escalada de violencia verbal promovida desde los elementos más ultras. La ausencia de una tradición liberal-democrática sólida puede explicarlo en parte. Pero también pesa que los sectores moderados del PP están cooptados por una estrategia que no solo amenaza con arrastrarlos electoralmente, sino que además sitúa al país en un terreno político de enorme peligro. Incluso en Estados Unidos personas como George Bush y Condoleezza Rice, encarnaciones del imperialismo contemporáneo, han sido críticas con Trump. Como este mismo ejemplo pone de relieve, no es un aspecto suficiente para frenar el ascenso de la ultraderecha -cuyo crecimiento se explica por muchos otros factores, no sólo discursivos-, pero es un contrapeso necesario.
Al fin y al cabo, España se juega más que un intercambio de improperios: está en juego el marco democrático mismo. El insulto constante no solo degrada el debate público, sino que erosiona la frontera que separa la discrepancia legítima de la violencia política. Al normalizar la deshumanización del adversario, la derecha está importando la peor versión del trumpismo, arrastrando a todo el sistema político hacia un terreno donde ya no habrá reglas compartidas, sino únicamente gritos y amenazas. Si no se construye un muro democrático frente a esta deriva, será cuestión de tiempo que lo que hoy es insulto se convierta en agresión, y lo que hoy es agresión verbal termine siendo violencia irreparable.