Las guerras de Israel

Israel ha librado a lo largo de la historia guerras heroicas. Quizá la más impresionante por su osadía ha sido la rebelión contra el poderoso imperio romano entre los años 66 y 73, narrada con admirable detalle por el historiador de la época Flavio Josefo en su libro ‘La guerra de los judíos’. Las legiones romanas, bajo el mando de Tito, se tuvieron que emplear a fondo para aplastar aquella revuelta en la remota provincia de Judea: según Josefo, más de un millón de judíos murieron y otros 97.000 fueron capturados, esclavizados y dispersados por el vasto imperio (la historiografía moderna cifra los muertos entre 600.000 y 1.300.000 en esa y otras dos rebeliones posteriores). Los romanos destruyeron el Templo de Jerusalén –catástrofe que se conmemora hasta hoy por los judíos de todo el mundo como “el día más triste de la historia”, al nivel del Holocausto– y la contienda culminó con un episodio estremecedor: la toma de la fortaleza de Masada. Cuando los romanos irrumpieron en el lugar tras un largo asedio se encontraron con 950 cadáveres de hombres, mujeres y niños que se habían quitado la vida para no caer en manos del enemigo.
También ha librado Israel guerras no heroicas, que pueden provocar un rechazo instintivo a quienes tienen un mínimo de humanidad, como la que desarrolla ahora en Gaza. Esta guerra ha estado precedida por un brutal ataque de Hamás, cuya sevicia inaudita no ha impedido a algunos justificarlo, incluso celebrarlo, como un acto de resistencia ante una ocupación sin duda intolerable. Por otra parte, desde un punto de vista militar, Israel no se enfrenta a un enemigo convencional, sino a una organización que se mezcla entre la población civil convirtiéndola en un inextricable escudo humano. Sin embargo, la respuesta del Gobierno de Netanyahu resulta “realmente insoportable”, como lo expresó el presidente Sánchez este jueves en su encuentro con el primer ministro israelí, por su altísimo coste de vidas de palestinos, en particular de niños, y por su nivel impresionante de devastación. Ignoro si Netanyahu e Ismail Haniya, el líder de Hamás, pueden ser llevados a la justicia por crímenes de guerra y lesa humanidad, como sugieren algunos. Y carezco de formación jurídica para establecer si estamos o no ante un delito tipificado de genocidio, como algunos también afirman. Mi único deseo en este momento es que termine esta guerra cuanto antes y se busque a continuación una solución definitiva al conflicto satisfactoria para las partes. Ello solo sería posible con un cambio de actitud de la comunidad internacional, en particular de Estados Unidos, o con una implacable contestación interna en Israel, ambos improbables en este momento.
Ocurra lo que ocurra, cuando este infierno termine Israel se verá abocado a una nueva e impostergable guerra, ya veremos si heroica o no. Esta vez, una guerra existencial consigo mismo, en la que deberá tomar decisiones tan trascendentales como qué tipo de país quiere ser, no solo en cuanto a su propia identidad, sino en relación con sus vecinos y muy en particular con el pueblo palestino, en un escenario global en plena transformación. Parecidas preguntas deberán hacerse palestinos y árabes en su relación con Israel. Tras el ataque de Hamás y la guerra de Gaza nada será igual. La expansión de las redes sociales –con sus informaciones veraces y sus bulos– ha contribuido a derrumbar lo que quedaba del relato que presentaba a Israel como un David enfrentado épicamente a Goliat. Las consecuencias de lo que pasa en Israel tienen cada vez más impacto en las comunidades judías de la diáspora, como se observa estos días con la erupción de un antisemitismo sin precedentes desde la Segunda Guerra. Y algo está podrido para que la extrema derecha internacional, de fuerte tradición antisemita, se haya convertido en uno de los más firmes defensores de la actuación de Israel en Gaza por conveniencia táctica, pues le viene como anillo al dedo para fortalecer su discurso islamófobo.
Netanyahu, cuestionado por sus intentos de doblegar la justicia y por sus escándalos de corrupción, ha logrado con la guerra de Gaza aplacar la contestación interna con una fuerte represión de las voces críticas en nombre de la seguridad nacional. Habrá que ver qué sucede después de la contienda. Los seis partidos que conforman la coalición de Gobierno no suman ni el 35% del censo electoral, pero Netanyahu es correoso y ha logrado tejer una sólida red de poder, con la connivencia de algunos de los medios de comunicación más influyentes del país. Israel no es una excepción dentro de la ola de derechización que recorre buena parte del mundo. Los progresistas, voluntariosos pero desorganizados, no lo tendrán fácil para dar un vuelco al mapa político del país. Y, si lo consiguen, no les será fácil imponer una solución justa al conflicto palestino, pues la resistencia interior es muy virulenta en este terreno, como lo es también en sectores intransigentes palestinos y árabes. Isaac Rabín lo intentó, y fue asesinado en 1995 por un fanático ortodoxo judío. Once años después, el primer ministro Ehud Olmert prometió un Estado palestino en las fronteras previas a la guerra del 67 y el desmantelamiento total de los asentamientos en Cisjordania; no fue asesinado, pero el poderoso movimiento de colonos escarbó sus finanzas y encontró algunos episodios de corrupción que precipitaron su dimisión y el pago de una condena de 18 meses en prisión (la historia se puede ver en Filmin en el excelente documental ‘Honorable men’, mal traducido por ‘Un político honorable’). Uno de los principales azuzadores contra Olmert fue Netanyahu, que llegó al poder tras su caída. Y que ahí sigue, ahora aliado con partidos extremistas y mesiánicos, algunos de los cuales hablan sin pudor de expulsar a todos los palestinos y establecer el Gran Israel davídico.
Frente a estos fanáticos, hay en Israel quienes mantienen la esperanza en la solución de los dos estados, e incluso quienes plantean la creación de un Estado binacional israelo-palestino en el que ambos pueblos convivan pacíficamente. Desde el establishment se les tacha de ingenuos, cuando no de traidores. Uno de ellos era Haím Katsman, un pacifista y doctor en estudios internacionales de 32 años que cayó en el ataque de Hamás del 7 octubre, en el kibutz Holit, mientras protegía con su cuerpo a una vecina. La revista socialista Jacobin ha publicado su último ensayo, en el que abogaba por un Estado confederal sin bases etnicistas, con unas instituciones superiores que coordinaran a las partes, y la vuelta del sionismo a sus orígenes socialistas con el kibutz como modelo. En su funeral, su hermana Noy dijo ante la multitud presente: “No usen nuestra muerte y nuestro dolor para llevar muerte y dolor a otra gente y otras familias. No tengo duda de que incluso delante de la gente de Hamás que lo mató hablaría claro contra el asesinato de gente inocente”.
Más allá de si planteamientos como los de Haím Katsman son o no viables, el hecho de que haya seres humanos buscando salidas distintas a la violencia y al statu quo eterno invita a la esperanza. Por muy esquiva que esta hoy se muestre.
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