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Cuando la ilusión del relato se vuelve fatalidad

Los alemanes le temen más a Trump que al terrorismo, según un estudio

Sílvia Paneque i Sureda / Alfons Jiménez i Cortacans

Portavoz del PSC en el Ayuntamiento de Girona / Profesor de la Universitat de Girona —

Los accidentes de París después de la victoria de la selección francesa en el mundial del 2018 fueron unos hechos que, tal vez, sirvan de metáfora para otras acciones de una envergadura política mayor. La fiesta se descontroló: el aburrimiento se rompió por la victoria de un equipo de fútbol, la calle se llenó de griterío y alcohol, la diversión derivó en asaltos a tiendas y, al final, en enfrentamientos abiertos contra la policía. El desenlace fue una jungla urbana devastada por el caos y el desastre. De igual modo, la acción política en la calle –que mantiene formas parecidas a las grandes concentraciones de las fiesta– tiene el problema que uno puede saber de qué manera empieza, pero no como acaba.  

A propósito de la conexión entre fiesta y conflicto existe un libro de Santos Juliá sobre la Segunda República titulado Madrid 1931-1934. De la fiesta popular a la lucha de clases. Otro ejemplo sobre esta relación es el de un antiguo amigo dirigente del PSUC que me contó una vez que a la beligerante organización Bandera Roja algunos próximos la llamaban Bandera Rioja. La muestra más cruel, sin embargo, de fiesta que acabó en desastre, fue la Gran Guerra, lo cuenta Eric J. Hobsbawm, en Historia del siglo XX. Se produjo un cambio traumático en el rostro de los soldados ilusionados por ir a la aventura imaginada de la guerra, cuando volvieron a casa destrozados por la tragedia en 1918. 

Ha habido dosis no menospreciables de “fiesta” en el comportamiento político de los últimos años y, por ello, Javier Cercas recientemente ha publicado que el espacio público y político le parece el único que prefiere aburrido. La radicalidad política, de un lado a otro del espacio ideológico, suele ir acompañada de algunos elementos de “fiesta”: pérdida de respeto, escarnio o exageraciones. El carnaval ha sido históricamente el rey de las fiestas. No es extraño que podamos afirmar, por ejemplo, la expresión siguiente: la política carnavalesca de Trump. El hijo del poder económico que llega al poder mediante criticar el poder. Todo absurdo. Sin embargo, lo absurdo es divertido en carnaval. 

Después de la crisis del 2008, la pérdida de legitimidad de las democracias liberales en occidente –resquebrajadas por las dificultades de la gente y el comportamiento inmoral de una parte importante de las élites– abrió el camino a algunos voceros de la radicalidad. En el tumulto cuando las gentes se agitan en la calle, no hay democracia posible y el ser con menos vergüenza siempre se apodera de la palabra. Ya que en cualquier sociedad existen muchos individuos de este tipo, los argumentos más cerrados que agitan emociones de identidad intensas, contribuyen a imponerse. No es extraño, pues, que después del período convulso de mayo del 68 en París, Europa y Estados Unidos se entrara en una etapa larga de gobiernos de derechas y nacionalistas. Ronald Regan, Margaret Tatcher, Helmut Schmidt y Helmut Kohl.  

En la actualidad, la primera fase de la crisis ha mutado diametralmente y el nacionalismo se ha apoderado de la reacción contra el sistema. La sociología del descontento ha cambiado desde el 2008 y en diferentes Estados consolidados democráticamente ha ido ganando peso la creencia que “nosotros viviríamos mejor si no fuera por culpa de este elemento exterior a la comunidad nacional”. Trump ganó de esta manera. Cultivó una imagen de hombre americano enfrentado a un poder alejado del pueblo o de la comunidad nacional y exacerbó la batalla racial contra las minorías étnicas. Para la ciudadanía favorable al Bréxit en Inglaterra, el elemento forano que perjudicaba la “comunidad nacional”, fue Europa y la inmigración. El nacionalismo radical ha ganado confianza en Italia, Austria, Francia, Alemania o la República Checa. 

Aunque se ha insistido mucho a favor de la diferencia en las identidades humanas, tal y como hizo Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén, hay quien aprovechó la razonable indignación por las dificultades de la crisis de casi todo el mundo, para imponer su grito al señalar un culpable exterior. Este enemigo actuaria contra una “comunidad nacional” imaginada como homogénea y, por lo tanto, excluyente con la diferencia. El activismo político en la calle, los bares o las plazas públicas apuntaló, después, la idea de “comunidad nacional homogénea” por medio de emociones fuertes. La alegría jugó su papel en el momento que el individuo se incorporó como protagonista a movimientos muy amplios e impresionantes. En la ceremonia compartida, la individualidad cedió paso para ser una parte de la multitud. El “yo” (la diferencia) perdió peso por el “nosotros” (lo homogéneo). 

El período de incertidumbre donde vivimos no ha terminado ni se ha solucionado el problema de la legitimidad dañada del sistema. La indignación fue la primera fase del proceso, la segunda está siendo dominada por el nacionalismo cerrado. La fiesta se descontroló, no obstante aun estamos a tiempo de evitar el desastre o el caos. España y Catalunya, por supuesto, no han estado al margen de estas corrientes globales de fondo. En los dos casos, sin embargo, creo que hay esperanza. En España, el gobierno progresista de Pedro Sánchez dejó atrás la retórica nacionalista del PP para hablar, de nuevo, de oportunidades y de Europa. En Catalunya, existe una vieja tradición de las izquierdas catalanistas que puede y debe volver más pronto que tarde.

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