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Leonor: sobredosis de azúcar en la Corte

La Princesa Leonor, con la Familia Real.

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La exaltación monárquica que se vive en España ante la jura de la Constitución de Leonor de Borbón no se produjo ni durante la proclamación como Rey de su padre, Felipe VI, en 2014. La ceremonia se celebró entonces con austeridad espartana, escasez de banderas y de público en las calles y contención general de gestos. Aquella sobriedad, casi indiferencia, era consecuencia lógica del enorme y explicable desgaste de la institución debido a los desmanes financieros y personales de Juan Carlos I. En el día de su ascenso al trono, a Felipe VI se le brindaban más exigencias que halagos. Visto en perspectiva, fue la última ocasión que tuvimos los republicanos para plantear una opción viable a una monarquía en crisis. Pero ese tiempo pasó, c’est fini, ya no hay nada que hacer: buena parte de las instituciones y los medios han decidido elevar a la princesa de Asturias, el mismo día que cumple la mayoría de edad, a los altares de la adoración pública.

Desde que la heredera ingresó en la Academia Militar de Zaragoza, las dosis de azúcar cortesana que se han inyectado a la población han sido tan frecuentes y exageradas que se corre el riesgo de sufrir una hiperglucemia irreversible. Para medios, tertulianos y opinadores, Leonor de Borbón es, a la vez, el ser humano más normal y el más excepcional. En esa paradoja milagrosa caben todos los piropos y agasajos, hasta los más estrambóticos; cada gesto suyo es digno de admiración y aplauso. Para colmo, es guapa, se concluye con la satisfacción de saber que la futura reina de tu país no es un orco. Hasta eso hemos llegado. La culpa no es de Leonor. A ella no se le puede poner un pero como tampoco se le puede destacar ningún mérito excepcional: lo suyo es un privilegio y una carga, aunque el privilegio sea mayor que la carga. Los responsables de este delirio monárquico son los que vaporizan a su alrededor sustancias euforizantes que producen en la concurrencia la sensación de que la futura reina camina a dos palmos del suelo.

En esta leonormanía artificial destacan, entre todas, las aportaciones de los gobiernos de Madrid, siempre dispuestos a hacer que la capital sea más Corte que Villa. Fiel a su máxima de ser el perejil de todas las salsas, el alcalde José Luis Martínez Almeida y la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, han engalanado la ciudad con la efigie de la princesa, su escudo de armas y los colores de la bandera impresos en carteles, banderolas, marquesinas, autobuses y pantallas gigantes. Antes de la ceremonia, Díaz Ayuso recordó, como una María Antonieta castiza y del siglo XXI, que habría reparto de pasteles conmemorativos a la plebe en la Puerta del Sol. ¿No querías azúcar? Pues toma cien tazas.

“Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. La frase de Tancredi a su tío, el príncipe Fabrizio Corbera, en la novela El Gatopardo es el germen del gatopardismo y el leitmotiv de nuestra monarquía. Cada cierto tiempo, la monarquía debe reinventarse para no alterar en lo más mínimo su estructura profunda y sobrevivir a los tiempos y a sí misma. Porque España no era monárquica, la institución tuvo que mutar en “juancarlista”, hasta que el idilio se rompió. Porque el país sigue sin ser monárquico, hay que convertir a los ciudadanos en “leonoristas”, que es un tipo de adhesión mucho más moderna, feminista y acorde con los tiempos del lujo silencioso. Felipe VI ya ha cumplido, aunque le queden muchos años de reinado por delante: la institución comienza a recuperar el crédito y lustre perdidos. No ha sido difícil: solo ha tenido que abstenerse de hacer lo que hizo su padre y aprovechar la pandemia para reducir la Familia Real a cuatro miembros. Leonor heredará así una nueva monarquía, limpia como una patena. Después de que la princesa de Asturias haya jurado la Constitución en el Congreso estará más cerca de ser reina y, mientras tanto, será el rostro femenino, juvenil y hermoso de la misma institución anacrónica de siempre. Pero en esa cuestión de estado pensaremos mañana. El reto hoy es sobrevivir a este exceso de azúcar real. 

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