Los libros florecen en primavera
“En España la mejor manera de guardar un secreto es escribir un libro”, dijo Manuel Azaña. Me temo que don Manuel tenía cierta razón con esta boutade. En mi pequeñez, yo mismo he tenido ocasión de comprobarlo. Publiqué un libro ('España en el punto de mira. La amenaza del integrismo islámico', Temas de Hoy, 2002) en el que criticaba la desatención del Gobierno de Aznar a la posibilidad de un atentado yihadista en nuestro suelo. Aún hoy, me duele constatar que mi predicción –basada en datos– se cumplió el 11M de 2004. Pero el aznarismo sigue atribuyendo aquella salvajada a ETA. Y casi todo lo malo que pueda ocurrirnos.
No quiero escribir, ni vivir, desde la amargura. Los españoles leemos menos de lo que deberíamos para la salud de nuestra sociedad, pero seguimos teniendo una gran minoría ilustrada que lo hace con frecuencia. Y resulta muy hermoso que unos cuantos millones celebren el libro en primavera. En Cataluña asociándolo con la rosa en el día de Sant Jordi, que coincide felizmente con la conmemoración de la muerte –o el entierro– de don Miguel de Cervantes. Y en muchas de nuestras ciudades con la celebración de ferias del libro, ahora mismo en mi Granada natal y, a partir del 31 de mayo, en la capital del Estado.
Vuelve la vida con intensidad en primavera y es justo que, aunque se escriban, publiquen y lean libros durante todo el año, se les festeje de modo especial en esta estación. Benditos sumerios que inventaron la escritura allá por el año 3100 antes de nuestra era. Hicieron el que todavía es el descubrimiento más grande de la humanidad. Detrás de casi todo hay escritura. Hasta las series y películas que tanto nos entretienen se basan en guionistas, mujeres y hombres que le dan al teclado del ordenador, el instrumento equivalente en nuestro tiempo al punzón, el cálamo y la pluma. Hasta la informática tiene detrás a gente que escribe, en este caso en el lenguaje de la programación.
Pero el libro sigue siendo el producto estrella de la escritura. Y el libro impreso en papel está resistiendo de modo admirable a la revolución digital. Para estas fechas debería estar muerto, según las agoreras predicciones efectuadas por los sabiondillos de turno a comienzos de este siglo. Y aunque, ciertamente, se consuma el libro en versión digital, contra el que no tengo nada y que yo mismo utilizo, el libro en papel, a diferencia de los diarios en papel, continúa utilizándose en cantidades masivas.
¿Quieren datos? Pues aquí van. “Tras el fuerte incremento producido durante la pandemia, el porcentaje de lectores se ha consolidado”, informa el Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros en España 2023, elaborado por la Federación de Gremios de Editores, Cedro, y el Ministerio de Cultura. Desde 2012, el porcentaje de lectores en su tiempo libre se ha incrementado en cinco puntos porcentuales, desde el 59,1% al 64,1% del pasado año. El 53,2% de los españoles compró algún libro (no de texto) en 2023, según este estudio. De preferencia en las librerías, que aún van por delante de internet.
Gutenberg sobrevive. Ya lo ven, la humanidad no es tan tonta como parece en algunas ocasiones. No descarta modos de comunicación o expresiones artísticas que continúan produciéndole placer o conocimiento. De ahí la persistencia de los títeres, la ópera, el teatro, los conciertos y los bailes. En el caso del libro impreso, gente de todas las edades encuentra algo especial e insustituible en el olor del papel, la calidad de la tinta y el pasar las páginas.
En versión digital o impresa, en prosa o poesía, de ficción o no ficción, el libro da contexto y profundidad a la vida. Añade una tercera dimensión que supera el carácter plano de la pantalla televisiva. Esa tercera dimensión es casi mágica, la establecida entre el autor y un lector que no es sujeto pasivo, que pone mucho de su parte, empezando por su tiempo y su cerebro. Y que, si la obra merece la pena, termina transformado por la lectura, como lo resultó el autor por la escritura.
El ser humano digno de ese nombre tiene una insaciable sed de historias, como la tienen los niños. Historias que le aporten sabiduría, que le entretengan, que le impulsen a rebelarse, que le hagan soñar. Por eso tantos de nosotros leemos libros. Aunque sean versiones de historias muchas veces contadas. “Todo está dicho ya, pero las cosas, cada vez que son sinceras, son nuevas”, decía José Martí. Si el lector encuentra sinceridad en el autor, le leerá. Y entre ambos se establecerá una íntima relación de complicidad.
Nada resulta más estimulante para un escritor como el encuentro directo con sus lectores. Acabo de tenerlo en Ceuta con mi última novela y en Tánger con mi trilogía situada en esa ciudad, y lo tendré este sábado en Granada. Pero de todas las presentaciones, ferias y clubes de lectura en que he participado, la más emocionante fue la Feria del Libro de Madrid de 2021, cuando, saliendo de la pandemia, una multitud alborozada festejó su reencuentro con la compra presencial de libros y el encuentro directo con sus autores. No todos nuestros compatriotas se habían limitado durante la pandemia a ver maratones de series o aprender a hacer galletas. Pensé entonces, y lo pienso ahora, que lo suyo sería que las autoridades madrileñas consideraran a las librerías tan esenciales, tan servicio público básico, como consideran a las terrazas de los bares.
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