Entre el miedo y la paralización política está la gente
La incertidumbre y el pesimismo, cuando no el miedo, son los sentimientos predominantes en la ciudadanía española. A ellos se suman el desánimo y la angustia, cuando no la rabia, por las tremendas consecuencias que está teniendo la pandemia sobre la situación económica y social. Ese dramático panorama no tiene precedentes en muchas décadas de historia reciente. Ha habido momentos malos, pero nunca tan malos como este. Sobre todo porque, contradiciendo cualquier pronóstico optimista, las cosas parece que van a peor. Sin embargo, hay mucha gente que dice que, al final, saldremos de esta. Pero nuestros líderes no dan pista alguna de cuándo puede ocurrir eso.
La política está parada. Por mucho que se esfuercen los responsables de los medios en encontrar asuntos que tengan un cierto calado, a lo sumo sacan historietas de segunda fila. Como la de la polémica sobre la fecha de las elecciones en Cataluña, fruto de una argucia casi pueril de algunos dirigentes nacionalistas que ha tenido el escaso recorrido que merecía tener. O el ruido que la oposición ha hecho con el abandono del Gobierno por parte de Salvador Illa, una decisión perfectamente normal en la vida democrática corriente. Lo de que el ministro de Sanidad ha abandonado la nave en mitad de la tormenta raya con la estupidez. Porque la gestión de ese ministerio depende del segundo nivel de responsabilidad, porque las decisiones importantes las toma el presidente del Gobierno, y porque la sustituta de Illa debe estar al cabo de los asuntos desde hace semanas.
Lo de los listos que se han vacunado antes de que les tocara tiene, por contra, bastante más enjundia. Porque denuncia la lamentable catadura moral de muchos de los cuadros de la administración, la civil, la militar y la de Justicia, así como de no pocos exponentes del poder municipal. Y confirma que una de las condiciones necesarias para la existencia de corrupción, la de que el candidato a corrupto crea tener el poder necesario para cometer abusos, o delitos, sin que le pase nada, sigue tan extendida en los ámbitos del poder como en los peores años de ese fenómeno. Pero que eso se haya confirmado también durante el horror de la pandemia es sobrecogedor. Y aporta bastante luz sobre cómo son muchos de nuestros políticos.
Más allá de esas cuestiones, la política está parada u ocupándose de asuntos menores. Como el de la aprobación del fondo de rescate de la Unión Europea, una decisión que no tiene vuelta de hoja y que, sin embargo, ha estado a punto de arruinarse por culpa de un PP que parece haber perdido completamente el rumbo. O el debate sobre la composición de la comisión de investigación sobre el escándalo Kitchen, que de partida se sabe que no valdrá para nada.
Y de los asuntos más serios ni se habla en la escena política. La brusca interrupción del suministro de vacunas por parte de los laboratorios que los fabrican no merece ir al parlamento. El Gobierno dice que de eso se tiene que ocupar Bruselas y la oposición no dice nada porque no ve la manera de meterle el cuerno a Pedro Sánchez en este tema, Díaz Ayuso aparte. Y unos y otros se olvidan de que la asustada ciudadanía había acogido el anuncio de que había vacunas con la esperanza de que ahí estuviera la solución del drama. Y que el fracaso de estos días ha sumido a mucha gente en un pesimismo aún mayor del que tenía antes.
¿No sería adecuado que nuestros dirigentes, y más concretamente Pedro Sánchez, salieran a la palestra para tratar de convencer a los ciudadanos de que el problema es puntual, si lo es, o de que se están buscando soluciones alternativas? Para contarles algo que pretendiera tranquilizarles. Sobre la marcha, sin esperar a tenerlo todo amarrado para que el asunto no les roce lo mínimo. Y no sólo con lugares comunes y buenas intenciones, sino con algo más de garra de lo habitual.
Con todo, cualquier tipo de optimismo por parte del gobierno respecto de la marcha de la pandemia, o de limitarse a decir que vienen “semanas complicadas”, no es una buena idea. Porque con palabras amables no se va a vencer el pesimismo generalizado de la opinión pública. Y más cuando empieza a surgir la sensación de que no nos lo están contando todo. Ni Pedro Sánchez ni ninguno de sus ministros se ha avenido a explicar por qué el Gobierno no se opuso radicalmente al proyecto de “salvar las navidades” que tenían algunas comunidades autónomas y por qué se permitieron excesos en los contactos que tan funestas consecuencias han tenido.
A ese silencio se suma ahora la negativa a aceptar el endurecimiento de las medidas que ahora se pide desde distintos ámbitos. Desde el médico y epidemiológico de una manera muy generalizada. Y siempre con la excepción de Madrid, también por parte de la mayoría de los gobiernos regionales del PP. ¿Por qué el gobierno hace oídos sordos a estas peticiones? Estaría muy bien que se explicara. Y no lo está haciendo.
¿Es porque se quiere evitar, dentro de lo posible, un deterioro aún mayor de la actividad económica? No habría nada de malo en que así fuera, en vista de los malísimos datos que de manera creciente se están produciendo, arrumbando todas las previsiones optimistas sobre la recuperación que hasta ahora se habían venido haciendo y dejando el inicio de la misma cuando menos hasta el inicio de 2023. Pero habría que decirlo a las claras.
Las consecuencias de ese retraso extraordinario van ser muy graves. El futuro económico y social de España a medio plazo está seriamente comprometido. ¿Por qué no habla de esta negra perspectiva si buena parte de los ciudadanos, el que más o el que menos, tiene una clara percepción de que esa es la realidad?
El gobierno tiene que ser más valiente y hablar más claro. Aunque la oposición vaya a utilizar torticeramente sus palabras. Aunque eso tal vez no convenga a los intereses electorales del PSC en Cataluña. Y empezar a sugerir qué piensa hacer para afrontar tan negras perspectivas. Aunque sus ideas puedan enturbiar aún más la relación con su socio de gabinete.
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