El fin del mundo
El 30 de octubre de 1938 se emitió uno de los programas radiofónicos más célebres de la historia. Un joven Orson Welles dramatizó la novela La guerra de los mundos, de H. G. Wells, y la convirtió en la retransmisión en directo de una supuesta invasión marciana. La emisión causó pánico en bastantes oyentes, convencidos de que la invasión era real. Con el tiempo se habló de histeria colectiva, aunque eso se debió más bien al eco del programa en la prensa escrita: cada diario recogió distintas historias sobre personas aterrorizadas y acabó creándose la impresión de que, por unas horas, la sociedad estadounidense había enloquecido.
Ciertamente, hubo casos de pánico. ¿Qué haría usted si conectara la radio y escuchara noticias, acompañadas de gritos y espeluznantes efectos especiales, sobre un aterrizaje marciano en Mondoñedo? Preciso: ¿Qué haría usted en tal caso, si, como en 1938, no existiera otro medio informativo inmediato que la radio? Creo que yo me quedaría en casa y seguiría escuchando la radio para enterarme mejor de la situación. Pero eso no fue lo que aquella noche (Halloween, justamente) hicieron miles de personas. Al contrario: en cuanto oyeron unas palabras angustiadas de Orson Welles y el sonido de una supuesta bomba marciana, subieron a sus coches y huyeron a toda prisa hacia ninguna parte.
El programa comenzó con la advertencia de que iba a realizarse la dramatización de una novela de ciencia-ficción. A los 40 minutos de emisión, la falsa guerra planetaria se interrumpió para recordar a la audiencia que la cosa no iba de verdad. Hubo dos advertencias más antes de finalizar. Quienes andaban huyendo de los marcianos no se enteraron.
Los filósofos han discurrido mucho sobre qué es el presente. No vale la pena que nosotros nos pongamos también a cavilar sobre qué es el tiempo, cómo lo percibimos y en qué consiste eso tan fugaz que llamamos “instante presente”. Lo importante, para lo que nos ocupa, es que el aquí y el ahora provocan curiosas distorsiones en nuestros sentidos: lo que ocurre aquí y ahora parece adquirir una especial trascendencia, aunque sea en realidad algo corriente. Ese efecto resulta muy característico en la política y en la prensa.
Tal vez los políticos y los periodistas deberían, deberíamos, ir interrumpiendo de vez en cuando la sesión parlamentaria, o la campaña electoral, o el flujo informativo, para recordar que aunque estemos anunciando el fin del mundo, el mundo no se acaba.
Nos parece que aquí y ahora no hay otra cosa que crispación, polarización, corrupción y colapso institucional, y que nunca antes hubo un momento tan terrible. Yo diría que, por el contrario, hemos pasado por esto muchas veces. Y por cosas peores.
Hace 40 años, el Estado pagaba a gente (funcionarios o criminales por cuenta propia) para que anduviera por ahí matando a gente. Los casos de corrupción (recuerden a Luis Roldán) eran espectaculares. Y el final del largo mandato de Felipe González se hizo realmente irrespirable. Hoy, Felipe González es respetado por aquella derecha que entonces echaba espumarajos.
Cuando España sufrió el peor atentado de su historia, el 11 de marzo de 2004, el Gobierno presidido por José María Aznar proclamó solemnemente que los autores pertenecían a ETA. Los días siguientes fueron una locura.
José Luis Rodríguez Zapatero anunció su intención de legalizar el matrimonio homosexual y se acabó el mundo. Si no recuerdo mal, el mundo se acabó porque la ley hablaba de “matrimonio”, y el matrimonio sólo podía darse entre hombre y mujer. O sea, que el fin del mundo llegó por una cuestión semántica. Y ya ven.
No quiero decir con esto que no ocurran cosas graves ahora, ni que el proyecto de amnistía sea estupendo, ni que Pedro Sánchez sea un hombre de convicciones férreas, ni que la corrupción no importe, ni que dé gusto escuchar las palabras de la oposición de derecha y ultraderecha. Consideren esto una interrupción en el flujo informativo para recordarles, simplemente, que hoy es el fin del mundo, pero que mañana, mientras ustedes anden ocupados con su vida, volverá a acabarse el mundo, y no deben preocuparse si se pierden el extraordinario acontecimiento cósmico: pasado mañana, el fenómeno ocurrirá otra vez.
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