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Papeles en blanco

Manifestantes rusos en una protesta en San Petersburgo el 24 de febrero.

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El otro día muchos tuvimos ocasión de ver una escena de una violencia estremecedora: en una calle de Moscú, un hombre solitario exhibía un papel en blanco y, tras negarse a doblarlo, era detenido por la policía. Pocos días antes una mujer había sufrido la misma suerte por el mismo motivo. La violencia de la escena no estribaba, o no solo, en la brusquedad policial; tenía que ver, sobre todo, con la brutal absorción de todos los signos en un campo semiótico sin fisuras. Tenía que ver, si se quiere, con la consideración totalitaria de que, en ciertas circunstancias, no existen los papeles en blanco porque hasta el vacío es ya un mensaje. Esto es lo que quiere decir “guerra”: una relación nueva en la que es imposible no decir nada porque cualquier silencio es ya una declaración. En Moscú hace falta mucho coraje para estar sencillamente en la calle enseñando un papel en blanco. El que lo hace no está tratando de burlar con una argucia las nuevas leyes de la autocracia rusa; sabe que, enseñe lo que enseñe, va a ser detenido. Ahora bien, la idea de manifestarse contra la guerra de Putin mediante un no-signo visible sirve para evidenciar al mismo tiempo la absurda insensatez de la guerra y el carácter dictatorial del régimen ruso. Ser detenido por sostener en la calle una pancarta vacía es el mejor alegato posible, el más transparente y el más clamoroso, contra los bombardeos en Kiev y contra la censura en Moscú. 

No hay papeles en blanco en una guerra. Y de hecho puede decirse que una guerra –algún tipo de guerra– ha empezado ya cuando de pronto todos los gestos y todas las palabras pasan a significar algo en un mundo cerrado y dividido en dos; y en el que, por tanto, todo lo que no sea una condena explícita constituye un apoyo al “enemigo”. Esta lógica es lo que podemos llamar en rigor “belicismo”. No es belicismo –como lo demuestran los pacifistas rusos– denunciar una invasión criminal; tampoco defenderse legítimamente de una agresión, aunque sea difícil prolongar la defensa militar sin propaganda bélica. Belicismo es prohibir o reprimir los papeles en blanco. Belicismo es trasladar a todas las esferas –el deporte, la cultura, la vida cotidiana– el imperativo de la significación: en cada casa y cada bar, se dice, estamos librando un combate contra el “enemigo”; hasta los pensamientos mismos son trincheras. El belicismo es muy peligroso porque no siempre es una consecuencia de la guerra; a veces la antecede y la prepara. También porque es incompatible con la democracia. Así como una guerra es necesariamente una dictadura, desde una dictadura es más fácil preparar a los ciudadanos para la guerra.

Por eso, mientras me emociono mucho viendo a rusos exhibir papeles en blanco, me preocupo muchísimo leyendo algunas noticias que llegan del interior de Europa, que no está en guerra y que debería dedicar todos sus esfuerzos a evitarla. Leo hoy, por ejemplo, que el gobierno británico no va a permitir jugar el torneo de Wimbledon al tenista ruso Medvedev, salvo que condene expresamente el régimen de Putin. Leí hace unos días que la Universidad de Valencia “insta” a los estudiantes rusos a volver a su país; y unos días antes que la filmoteca de Andalucía había anulado una proyección de Solaris, del gran Tarkovsky; y la semana anterior que la universidad de la Bicocca de Milano había suspendido un curso sobre Los hermanos Karamazov, del inmenso Dostoievsky, como “represalia” por la invasión de Ucrania. 

Todas estas medidas, oficiales o espontáneas, son peligrosísimas porque aceptan al mismo tiempo la lógica de la guerra y la pérdida de derechos fundamentales. Hay al menos tres motivos por los que deberíamos blandir contra ellas nuestros papeles en blanco. El primero es absoluto. Debemos proteger nuestro derecho a –digamos– la “universalidad rusa” en un momento de contracciones nacionalistas. En las guerras del siglo XX siempre se habló de internacionalismo obrero frente a los intereses de los capitalistas que separaban y enfrentaban a las clases trabajadoras. Hay también un internacionalismo literario y cultural que, en ausencia de una izquierda robusta y transversal, es más necesario que nunca reivindicar. Dostoievsky era ruso, pero sus lectores no. Tarkovsky era ruso, pero los que vemos sus películas no. Nadie es ruso -o todos los somos por igual- cuando leemos El maestro y Margarita o vemos Cuando vuelan las cigüeñas. El otro día Enric Juliana recomendaba Ivan el terrible, de Eisenstein. Yo recomendaría estos días leer Guerra y paz, de Tolstoi, donde la fragilidad común de invasores e invadidos se revela, en una escena memorable, alrededor de una fogata bajo las estrellas. Cualquier censura de autores rusos la considero un ataque contra mí mismo; contra lo mejor de mí mismo; contra aquello precisamente que me lleva a emocionarme con los papeles blancos en Moscú y a indignarme con los bombardeos en Kiev.

El segundo motivo es pragmático. Si queremos apoyar las movilizaciones rusas contra la guerra, fuente decisiva de presión sobre el régimen de Putin, es fundamental no identificar a todos los rusos con él. Tenemos que proteger a los ucranianos de los bombardeos y con ese fin tenemos que proteger también a los rusos de sus propios dirigentes. La hostilidad hacia la cultura rusa, y hacia los rusos que viven en nuestras ciudades, funciona de hecho como la mejor propaganda imaginable a favor de Putin y de sus pretensiones de representar al pueblo ruso en su conjunto. Nuestra rusofobia solo sirve para aislar a los grupos pacifistas activos en las calles de Rusia, para entregárselos esposados a la policía y para exponerlos al rechazo de una mayoría creciente de compatriotas que se sentirá acosada por la intolerancia europea y, por lo tanto, más dispuesta a dejarse seducir por el belicismo nacionalista de su gobierno. Ahora que es posible informarse en tiempo real y a través de las redes, la población rusa solo debería recibir de Europa indicios de un modelo diferente, democrático y no belicista, y respetuoso, desde luego, con los grandes logros de una cultura que también forma parte de nuestra historia.

El tercer motivo es de pura supervivencia. El aumento de los nacionalismos identitarios, el crecimiento rampante de la ultraderecha en los últimos años y, en consecuencia, la desdemocratización acelerada de la UE, determina que afrontemos esta crisis desde una Europa en andrajos, sin un proyecto alternativo, ni de izquierdas ni liberal, y en un mundo que la invasión de Ucrania revela cada vez más inclinado al desorden geopolítico. Es posible que las democracias liberales sean incompatibles con el nuevo orden global; es seguro que en él los intereses de Europa y los de EEUU ya no son los mismos; y es verosímil que China sea la única potencia capaz de introducir una nueva estabilidad imperial. Es posible. Es seguro. Es verosímil. No estamos, como en la Primera Guerra Mundial, en el umbral de una revolución anticapitalista y anti-imperialista; ni, como en la Segunda, en vísperas de una Guerra Fría de carácter ideológico. Pero por eso mismo, a mi juicio, la UE no puede renunciar a su “diferencia” democrática, de la que dependerá no solo el desarrollo económico y político del continente sino su capacidad para intervenir, por la vía diplomática, en las luchas geopolíticas venideras. La unidad de la UE debe hacerse en torno a la protección de las clases más desfavorecidas, la defensa de los Derechos Humanos y la independencia estratégica; y no en negativo, a través de una escalada armamentística en clave “nacional” y vinculada a la OTAN y de un aumento del belicismo discursivo. Protejámonos de Putin protegiendo nuestros frágiles, erosionados y temblorosos valores democráticos. La rusofobia da la razón al autócrata ruso y nos deja aún más inermes frente a sus partidarios, sigilosos o explícitos, instalados desde hace años en nuestras calles y en nuestras instituciones. 

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