Una paz a plazos solo aplaza la derrota

26 de agosto de 2025 21:39 h

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Con el ruido de la cumbre de Anchorage ya en sordina, se distingue el dibujo de lo que se viene; el eco ha dejado de ser noticia y ahora forma parte del paisaje. El 15 de agosto fue la primera cara a cara entre Trump y Putin desde que empezara la invasión a gran escala de Ucrania en 2022. Trump salió de allí hablando de progresos como el que habla del buen tiempo. Son palabras barométricas, y cuando la política se reduce a la meteorología, conviene fijarse en las corrientes profundas, no en las nubes. A partir de ahí, conviene leerlo todo.

Putin acudió al hielo con dos urgencias sobre la mesa. Por un lado, blindar sus ganancias territoriales, aún escasas tras tres años de guerra y, por otro, aliviar el corsé de sanciones sin conceder un alto el fuego sustantivo. Su palanca no es solo militar; es energética y financiera. En paralelo a las conversaciones sobre Ucrania, se han dado contactos sobre posibles arreglos y acuerdos energéticos (de Exxon en Sakhalin-1 a compras de equipo para proyectos rusos en el Ártico), y el Kremlin quiere, sobre todo, esquivar cualquier tarifa secundaria de Washington a terceros que compran su crudo (India, en particular, que supone casi un cuarto de la población mundial). Es el precio geoeconómico que Putin intenta imponer a cualquier “paz” a su medida: que Occidente normalice parte del negocio sin normalizar la guerra.

En el lado yanki, la brújula de Trump combina tres vectores diferentes. El primero es bajar el coste político interno que supone la guerra en Ucrania prometiendo que será él quien acabe con ella. El segundo, el más importante tratándose de alguien como Donald Trump, es trasladar la conversación bélica desde el campo de batalla hasta el terreno transaccional -sanciones, aranceles, energía- donde un hombre de negocios como él se siente más cómodo para negociar. Y, por último, empujar a Kiev a aceptar un intercambio territorial -es decir, el Donbás a cambio de nada- “por el bien de todos”. Una fórmula que ya sonó antes de la cumbre y que Zelenski, respaldado por todos los líderes europeos, había rechazado de plano. La paz por trueque es una ecuación tentadora a nivel propagandístico, sobre todo si lo que quieres es hacerte con un Nobel de la Paz, y Trump necesita un final de la guerra que pueda vender al prime time. Busca un atajo narrativo y bajar el volumen al problema para que no moleste en casa. Eso, en la práctica, invita a los ucranianos a catalogar de inevitable lo que la ley considera inadmisible.

En Europa, tercera orilla de este río helado, la cumbre se ha vivido como un respiro estratégico; siempre es mejor que se hable a que no se hable. Pero también ha encendido algunas alarmas. Si el diseño de la paz se establece en clave bilateral Moscú-Washington y además se cocina con incentivos energéticos, en plena tensión comercial con Estados Unidos, el papel de Bruselas quedaría relegado al de pagador sin voz ni voto. De ahí el cierre de filas previo y no plantear como factible ningún acuerdo que deje amputado el país ni erosionados los principios rectores de las Naciones Unidas.

Conviene también separar ruido de nueces. Se ha especulado con canjes exóticos -Ucrania por Venezuela- que no aparecen en ninguna agenda seria. Lo tangible y palpable es el paquete de tanteos energéticos para tentar a Moscú, que ha formado parte de la estrategia del equipo de Trump desde el principio: atraer a Rusia con negocios occidentales y alejarla de China, a cambio de contención militar. Esa apuesta no es nueva y muy pocas veces ha funcionado sin una presión simultánea en paralelo; es decir que, si no hay costes crecientes por mantener la guerra, los incentivos para frenarla son cada vez más escasos. Putin cree que el tiempo le favorece, y no pagar el precio por negarse a un alto el fuego corrobora su posición.

La cumbre de Alaska se ha resuelto sin acuerdo, y eso, paradójicamente, evita por ahora un mal acuerdo. Trump quiere colgarse la medalla de la paz, pero su método choca con las líneas rojas ucranianas y europeas, consciente de que la batalla decisiva es económica y sin unas garantías de seguridad creíbles para Kiev, como una defensa aérea permanente, munición y autorización para atacar plataformas de lanzamiento rusas, la paz solo va a ser un breve interludio de la masacre que vendrá.

Queda una elección moral y práctica a la vez: aceptar una anestesia que nos permita dormir mientras amputan, o construir una vigilia incómoda que preserve el cuerpo entero. No es un dilema entre poesía y pragmatismo, sino entre dos pragmatismos: el de la ley, que previene la próxima catástrofe, y el del cansancio, que la cita para más adelante con un guiño de resignación. A veces la política se resume en una sola línea que no conviene olvidar, por sobria y dura que suene. Llámese como se quiera: una paz a plazos solo aplaza la derrota.