Cuanto peor… peor
Bien, la legislatura de Pedro Sánchez ya está acabada. Durante unos días, quién sabe si pocos o unos cuantos más, se especulará sobre la fecha de las elecciones generales. Hasta que éstas tengan lugar, también sobre quien o quienes las ganarán. Y el gobierno que surgió de la moción de censura del pasado 1 de junio figurará pronto como una anécdota en el devenir político español. Sin que haya dejado la mínima herencia que permita afrontar con algo más de optimismo los gravísimos problemas que aquejan a este país. Y a la cabeza de ellos el de Cataluña, que después de un año de idas y venidas ha empeorado en términos reales.
Que los socialistas iban a estar muy poco tiempo en La Moncloa era el dato del que se partía hace ocho meses. El propio Sánchez lo reconoció expresamente en su discurso de investidura. La coalición que se formó sobre la marcha para echar del poder a Mariano Rajoy sólo podía prolongar su existencia si se profundizaba en el entendimiento circunstancial que se produjo en junio. Ese salto cualitativo se dio, más o menos, entre el PSOE y Podemos. Pero los socialistas no han sido capaces de lograr algo parecido en su relación con los independentistas catalanes.
La pregunta que queda en el aire, y que es crucial para el futuro, si no a corto sí a medio y largo plazo, es si en algún momento existió la posibilidad de un acuerdo. No hay respuesta tajante a la misma, aunque en las últimas semanas hubo indicios de que Pedro Sánchez abría seriamente las puertas al mismo. Al final ha quedado en nada. Porque era un truco de imagen o porque los protagonistas del entuerto lo han estropeado.
Casi nada más llegar a La Moncloa, Sánchez pareció emprender con ganas la vía del acuerdo. Luego se echó clamorosamente para atrás. Y habrían de pasar varios meses, hasta hace poco, para que emprendiera de nuevo el camino del acercamiento. Deprisa y corriendo, porque los presupuestos acuciaban. Pero en algún momento pareció hacerse la luz. Al final se ha visto claro que esa impresión era falsa.
También los independentistas han tenido actitudes aparentemente distintas a lo largo de estos ocho meses. Hubo momentos en los que pareció que Esquerra y también un sector del PDeCAT estaban dispuestos a llegar a un acuerdo obviando de alguna manera, o posponiéndola en el tiempo, su exigencia fundamental, la del ejercicio del derecho de autodeterminación. Pero, ¿había algo de real en esas apariencias o todo eran juegos tácticos? No se sabe. Lo único seguro es que la pasada semana esa demanda ha roto las negociaciones.
Aunque algunos son de bulto y puede que las cosas serían hoy algo distintas si no se hubieran producido, dejemos de lado los errores de gestión del asunto que ambas partes han cometido a lo largo de los meses, y no sólo últimamente. Porque no han sido decisorios.
Lo importante está en el fondo. Uno, en la credibilidad que Pedro Sánchez ha tenido a los ojos de los dirigentes independentistas. Dos en la disponibilidad real del líder socialista a dar pasos significativos adelante en su planteamiento político e ideológico respecto del problema catalán.
Respecto de lo primero, caben serias dudas de que esa credibilidad haya sido suficiente. Y no solo por las idas y venidas que a lo largo de los meses ha registrado la posición del hoy en día presidente del gobierno. Sino por los motivos de fondo de tales cambios. Porque Sánchez ha aparecido en demasiados momentos como un líder que cedía a las presiones de la derecha y de sectores de su propio partido que le exigían que no concediera lo más mínimo a los independentistas. En esas condiciones ha sido difícil apostar por él.
Respecto de lo segundo, nunca ha habido un solo indicio de que Sánchez estuviera dispuesto a modificar el planteamiento sobre la cuestión catalana que el PSOE adoptó tras el fin de la era Zapatero o, mejor, en la segunda parte de la misma.
En esas condiciones un acuerdo era imposible, salvo que los independentistas se hicieran algo parecido a un harakiri de cara a su público, que no tiene la mayoría pero que es el mayor de la política catalana e influye sobre buena parte del resto. Y no porque en ese mundo no haya una reflexión, e incluso una autocrítica discreta pero real, sobre los errores que ha cometido, sobre la declaración unilateral de independencia y los forzados cambios legales que la precedieron. Sino porque una cosa es arrepentirse de algunas acciones y otra renunciar a las razones mismas de su existencia.
Y más cuando está en curso algo tan aberrante como el juicio contra los dirigentes del procés y cuando estos llevan más de un año en la cárcel. El Estado y el poder judicial tenían que tomar alguna iniciativa respecto de lo que ocurrió en octubre de 2017. Pero lo que han hecho es una barbaridad. Ni un solo jurista de prestigio avala la acusación del juez instructor de que hubo rebelión en aquellos hechos. Tampoco sobre la oportunidad de tener a los dirigentes independentistas en prisión provisional. Y son muchos los juristas que creen que Llarena no ha sido imparcial y que también lo son algunos miembros del tribunal, entre ellos su presidente. Muchos periódicos extranjeros recogen con creciente perplejidad esos y otros extremos.
El remate ha llegado en la mañana del viernes cuando dos de los fiscales de la causa no han tenido el mínimo empacho en afirmar que el 1 de octubre la violencia corrió a cargo de las personas que se opusieron a que la policía entrara en los colegios electorales. No a golpes, ni con armas, sino constituyéndose en “muro”. Y se han quedado tan tranquilos. Con todo y con eso, en todos los ámbitos del poder se pregona una y otra vez que en España hay separación de poderes y que el poder judicial es imparcial. Pensar que los independentistas iban a ceder en ese clima era un espejismo.
¿Y ahora qué? Pues más de lo mismo. Cataluña estará en el centro del debate electoral durante varios meses, pero da la impresión de que ningún partido va a proponer otra cosa que no sea el palo en ese frente. Pase lo que pase, que puede ser muy grave, aunque decir eso hoy casi equivalga a dar la razón al independentismo.