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Queda inaugurada la Segunda Transición

Isaac Rosa

Muy mal le van las cosas al régimen del 78 si no han sido capaces de aguantar una semana para la abdicación del rey: lo hubiesen hecho ya con el Mundial de fútbol empezado, y nos pillaría algo más amansados que hoy, cuando aun tenemos fresca la convulsión de las Europeas.

Pero no aguantaba ni un día más. Ni la corona, ni por extensión el régimen institucional construido a su alrededor. El grado de descomposición era ya insoportable, y la idea de “esperar tiempos mejores” para un relevo tranquilo no tenía ya sentido, con la infanta en el banquillo sin escapatoria, y la incertidumbre creada por el hundimiento de PP y PSOE, únicos capaces de garantizar la continuidad monárquica. Ahora que todavía controlan las instituciones es posible coronar a Felipe de Borbón, no fuera a ser que las próximas municipales acabasen dando un vuelco como el de 1931, y sin saber tampoco cómo terminará lo de Cataluña.

La buena noticia es que con el rey se acaba la Transición, cuarenta años después. Se acaba por agotamiento, por derrumbe, por pudrición avanzada de todos sus pilares: las instituciones, el bipartidismo, el sistema económico, el modelo territorial, y por supuesto la corona, que ha colapsado hacia dentro, no la hemos derribado.

La mala noticia es que con el relevo en el trono comienza la Segunda Transición: esa que algunos vienen anunciando o deseando desde hace unos años, y que pasaría por una reforma constitucional de alcance limitado, un replanteamiento del modelo territorial para desactivar el problema catalán, un borrón y cuenta nueva de la corrupción pasada, y la construcción de un relato nuevo, pretendidamente ilusionante, de que ahora sí, ponemos el contador a cero, reseteamos el sistema, arreglamos el país.

La Segunda Transición hace más creíble el gran pacto PP-PSOE que atruena desde hace meses. Las resistencias de algunos sectores del PSOE pueden ablandarse con un golpe de efecto tan potente como es la abdicación. Para un partido cuya supervivencia es hoy dudosa, la Segunda Transición es un salvavidas al que agarrarse. Y para el resto de partidos, la maniobra cambia el paso al momento político, altera las prioridades y expectativas, da un puñetazo a una agenda política convulsionada por el resultado de las Europeas.

¿Y los ciudadanos? ¿Aceptamos sin más la “normalidad institucional”, las “previsiones sucesorias”? ¿Nos manifestamos un rato con la bandera republicana, hacemos un poco de ruido unos días, y cuando nos demos cuenta, tras el Mundial y el verano, tenemos ya a Felipe VI consolidado en el trono para otros cuarenta años?

Pienso que no. Espero que no. Es cierto que el movimiento republicano, como tal, está más bien desarticulado, no tenía nada preparado para cuando sucediese algo que desde hace tiempo no era inverosímil. Pero nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. No somos quienes hicieron (o a quienes les hicieron) la primera Transición. El relato oficial de aquella también se ha hundido, y ya sabemos a dónde condujeron aquellas promesas. No tenemos la ilusión de nuestros padres, pero tampoco su miedo. No aceptamos un apaño, un lavado de cara para tirar unos años más.

Sobre todo, no podemos empezar nada nuevo con las mismas bases. Y Felipe de Borbón, por mucho que los publirreportajes nos lo vendan desde hace años como un rey joven, preparado, cercano a la gente, que vive en su tiempo, en realidad es más de lo mismo. Es Borbón, pertenece a una tradición de reyes invariablemente fallidos y fuente de problemas. Ha crecido a la sombra de su padre y su familia, y su único elemento distintivo es haberse casado con una plebeya. Fin de la novedad. Y además sería un jefe de Estado cuya única legitimidad de origen es “ser hijo de”. Un anacronismo antidemocrático en tiempos en que la ciudadanía pide más y mejor democracia.

Si de verdad quieren que constuyamos un nuevo consenso, renovar lo podrido, iniciar un nuevo tiempo y que todos caminemos en la misma dirección, no hay Segunda Transición que valga. Todo lo que no sea empezar por un referéndum sobre la forma de Estado no nos sirve. Todo lo que no pase por un ejercicio de democracia que sea el acto fundacional del nuevo tiempo, será más de lo mismo.

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