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Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal

Salir del fango dando botes (y votando)

Llegada del padre Merrin en El Exorcista.
7 de mayo de 2024 22:40 h

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A causa de la sequía, podría creerse que en Catalunya no hay problemas de fango. A la que el lodo se seca, lo que viene es el polvo (se trata de un refrán chubasquero, es decir, reversible), y por tal razón, por aquellos lodos, andamos aquí tan hechos polvo. Resulta que lo que antes en Catalunya era Oasis, ahora es Blur. Aunque, entre nosotros, oasis siempre fue una manera de decir abrevadero. Pero ya hemos pasado pantalla. Tenemos el pulgar desgastado de pasar pantallas compulsivamente, sin que acabe ningún juego, ni mucho menos para que empiece otro diferente. Pasar pantallas es una manera de huir. Otra cosa era pasar página, que se hacía para seguir leyendo.

Se ha quedado antiguo recordar los días de la corrupción pujolista. El famoso 3%, que tanto conmocionó a la sociedad cuando salió a la luz, es hoy una cosa oscura, vieja e innombrable, como el Valle de los Caídos, un pegote inasumible, un argumento al que sólo acuden quienes permanecen enquistados en el pasado. Hemos aprendido a sobrevivir a nuestra propia historia a base de olvidos. Una y otra vez, se ha impuesto el olvido histórico a la memoria histórica. Otro refrán reversible nos recuerda que, en España, la rabia pasa y el perro permanece.

Nunca en democracia, como durante el largo tiempo que duró el procés, ha habido aquí más fango político, más acoso a periodistas, a artistas y a cualquiera que fuese señalado, más bulos delirantes, más mentiras inyectadas con agujas como las de Vincent Price en aquella película de miedo que se llamaba Escalofrío. A todo ese período, el candidato socialista en estas elecciones, Salvador Illa, lo ha llamado “diez años perdidos”, y en ese uso de la palabra perdidos, en vez de aquella famosa serie, un tanto absurda, titulada Perdidos, lo que resuena es otra película, The Lost Weekend (aquí se tradujo como Días sin huella), donde la pérdida comportaba toneladas de destrucción y autodestrucción. Así se ha perdido aquí.

Queriendo destruir un pasado inadmisible (la corrupción del patriotismo), en Catalunya se ha destrozado el tiempo presente. Lo sabemos desde el conde de Volney: cuando solo quedan las ruinas recurrimos a la épica para cantarlas. De tal modo, esta semana no se va a votar en Catalunya una política, sino una épica. O esto es lo que algunos pretenden. Ese discurso está, sobre todo, en la campaña de Puigdemont. Su cartel, donde regresa en coche, es puro sebastianismo portugués. Regresar de la nada para algo inconcreto. Es la leyenda del rey Arturo metida en un maletero. Quizá, Puigdemont nunca salió de España escondido en el maletero del coche, a saber; pero su leyenda se ha quedado ahí dentro.

Carles Puigdemont siempre ha sido un hombre de frontera, del otro lado. Cuando militaba en Convergència i Unió, ya estaba al otro lado de Convergència y de Unió. Ser alcalde de Girona tenía algo de exilio político. Llegó a la presidencia de la Generalitat porque el terremoto le pilló lo suficientemente afuera. Y entonces dio un mal volantazo, y se quedó fuera para siempre. Incapaz de llamar a la puerta de la vieja casa, pasea bajo la ventana, para que le vean ir y venir todo el rato. Tal vez Puigdemont se imagina a sí mismo como el padre Merrin, el cura de El exorcista, cuando se planta frente a la casa, antes de entrar en ella, antes de proceder a la salvación definitiva, con la que se juega de nuevo el pellejo. Visto desde el interior, parece más bien un tipo sospechoso que merodea en el callejón; pero que, bajo la luz de la farola, se deja ver para intimidar a los de dentro. Para ponerlos nerviosos, por lo menos.

Citemos a Paul Auster a modo de póstumo homenaje. Hay una música del azar, una música y un azar, en la coincidencia entre las votaciones de Eurovisión y las elecciones catalanas este fin de semana. Tantos concursos de televisión nos han hecho creer que la democracia consiste en elegir una canción que nos suena bien, y no en mostrar confianza en un proyecto político; en designar un ganador, y no en encargarle a un político una responsabilidad de alto grado.

A medida que se han politizado las redes sociales, que se ha politizado el periodismo, que se ha politizado la justicia, se ha despolitizado la política a pasos de gigante. Hemos cambiado una democracia política, de partidos que debaten y se enfrentan, por una democracia emocional, donde, a falta de militancia, los partidos han tenido que hacer acopio de fans. No se vota en Eurovisión un gusto melódico, sino que en gran medida se trata de una cuestión de banderas, lo mismo que en Catalunya desde hace tiempo. Estamos más cerca de la Eurovisión que de la política.

Cada vez que se insinúa la posibilidad de que haya que repetir estas elecciones, que aún no hemos celebrado, me acuerdo del libro Empantanados (Península, 2018), de Joan Coscubiela, histórico sindicalista (ya está retirado, pero nunca se deja de serlo, el sindicalismo no es una fe, es una cicatriz) y, también, a la sazón, diputado de los Comuns, en el Parlament de Catalunya. El título, Empantanados, se ofrecía como una metáfora, daba la impresión de que hablaba de aquel preciso momento; pero contenía una profecía. Ahora salta a la vista.

Cuando se aspira a cambiarlo todo, y lo único que se consigue es el inmovilismo más absoluto y patético, el agua del pantano se convierte en fango. Aquí hicimos un pantano con lodo, y ahora no hay manera de vaciarlo. No se trataba de marcarse un Gatopardo (el célebre libro de Lampedusa y su famosa frase, que viene a decir que todo cambie para que nada cambie), el cinismo iba por otro lado. Se trataba, más que de un felino, de un cocodrilo disecado, o cualquier otro habitante de los pantanos. Por eso no se mueve la criatura, porque nunca ha estado viva. Era como en Frankenstein, pero al revés. Los protagonistas del procés tuvieron en su mano la electricidad, la energía, el poder de la calle y el control de sus propios medios de comunicación, pero carecían de un nuevo cuerpo social en el que descargar la chispa. Y el cuerpo que existía lo dejaron paralítico a fuerza de chispazos.

¿Cómo salir, ahora, del fango? Recientemente, se ha visto que a título individual no se puede. Incluso hasta el presidente de Gobierno, Pedro Sánchez, lo ha intentado y sólo lo ha conseguido cinco días. De tal modo hemos constatado que se necesita exactamente todo lo contrario. Es una cuestión colectiva. No puede quedar ni una sola persona, ni una sola idea, ni una sola opinión, en el lodazar (salvo la fauna limícola, pero es otro capítulo). Cuando, hace casi cincuenta años, salimos del franquismo (otro fango, otros pantanos), hubo un consenso general, se propició en todos los niveles un estado de ánimo de convivencia y de tolerancia, todo ello en medio de tensiones más violentas que las de hoy. Eso fue posible porque teníamos delante grandes aspiraciones, como acceder a la democracia y formar parte de los países desarrollados..., algo compartido en que creer. También fue posible porque se formaron nuevos partidos, y se recuperaron los prohibidos, y se crearon y reformaron instituciones para llevar todo eso a cabo.

Medio siglo sin limpiar los sumideros, sin mantenimiento, sin renovar las instalaciones, ha sido demasiado. Pero, en todo este tiempo, hemos aprendido muchas cosas, y hemos descubierto, o asumido, valores nuevos que nos empujan hacia delante. Parezco un discurso de navidad, pero voy en serio. Como se dice con léxico informático (nivel usuario), es comprensible que los partidos, sus dirigentes, aspiren a reformatear la sociedad, sus mecanismos; pero aún es mucho más importante que se reformateen a sí mismos, o seguirá todo empantanado. No sé si es a esto a lo que se refería el presidente Pedro Sánchez, o bien tan solo reaccionó como una víctima de este empantanamiento. Si, en vez de otro golpe de efecto, fue un grito de socorro. Las arenas movedizas pueden con todo. Devoraron el 15 M. Hay que salir de aquí como sea.

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