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Sangre joven

Paula Bonet

La actriz y directora italiana Asia Argento contaba hace pocos días en un duro discurso en Cannes que, en 1997, a sus veintiún años, había sido violada. Harvey Weinstein abusó de ella justamente allí, en el lugar donde estaba recogiendo el premio a la mejor interpretación femenina. Decía que en Cannes los violadores campan a sus anchas. 

Hablaba de Cannes, pero podría haber estado hablando de un aula ‘random’ en un instituto de Guadalajara. De la sala de reuniones de una empresa valenciana. De los pasillos de cualquier supermercado de Cuenca. O del despacho de un profesor de dibujo de cualquier universidad andaluza: todos los Harveys Weinsteins del mundo creen que pueden estar tranquilos porque el sistema está hecho a su medida y saben que pueden coger lo que necesitan cuando les venga en gana. Aunque lo que necesiten sea aquello que la vida todavía no ha dado a las chicas que empiezan a entender de qué va todo esto. Ellos roban aun sabiendo que acabarán jodiendo también metafóricamente a esas chicas y al modo que tendrán de relacionarse con el mundo y con su sexualidad. 

A los diecinueve o a los veintiuno muchas de nosotras fuimos portadoras de un letrero luminoso que alumbraba nuestra ingenuidad y nuestra capacidad de asombro, y, a ciegas, nos lanzamos a jugar a un juego desconocido. Mientras lo hacíamos, algunas –demasiadas- fuimos agredidas sexualmente porque hay señores que se saltan las reglas deliberadamente y, o bien nos forzaron, o bien supieron tejer una complicidad engañosa que hizo que nosotras solitas nos bajáramos las bragas las veces que tocase. Cuando esto sucede restamos importancia al asunto. Lo ocultamos porque nos avergonzamos y nos acabamos responsabilizado de la acción del otro. También somos nosotras las que se revictimizan a pesar de lo doloroso que ha sido nombrarlo. Sabemos, como Asia Argento, que el abuso se asienta, entre otras cosas, en la complicidad de los que rodean al agresor. Hoy se siguen sentando entre nosotros otros que han tenido un comportamiento indigno con las mujeres. Sabéis quiénes sois. Y, lo más importante, nosotras lo sabemos, y no vamos a permitiros vivir en la impunidad, dice en Cannes. Lo sabemos y empezamos a entender que es nuestra obligación recordárselo porque quizás, deliberadamente, tampoco son conscientes de las atrocidades que este contexto hecho a su medida les permite llevar a cabo. 

Creíamos que éramos dueñas de cada una de nuestras decisiones, que jugábamos al mismo juego que aquel que decidió vampirizarnos, y durante mucho tiempo, en este adormilamiento colectivo que nos mece, hemos seguido pensando que cuando lo hicimos actuamos con determinación. Y una mierda: nos dejamos arrastrar por las decisiones de alguien que quizás nos doblaba la edad, que nos decía qué era lo mejor para nosotras, que jugaba haciendo como que deslizaba su dedito por nuestro cuello, que alababa la paleta cromática de nuestro rostro, que cuestionaba nuestro lugar de trabajo en la empresa, que se empeñaba en invitarnos a cenar o que repartía sabiduría mientras añadía fotocopias extras con poemas picantes al fajo de apuntes que nos entregaba en clase. 

Alguien que actúa así no debería estar dando clases en ninguna Universidad ni debería dirigir ninguna empresa. Alguien que sabe convertir su deseo en un acto consentido sin olvidar el poder que le da su cargo debería abandonar el sueño de ser un Humbert Humbert al que los lectores perdonan porque vive en la ficción de una maravillosa obra literaria.

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