Temas incómodos
En el marco de las actividades que España ofreció como país invitado en la Feria del Libro de Frankfurt, participé, entre otras, en una mesa redonda llamada “Los temas incómodos en la literatura infantil y juvenil”. Al preparar mi intervención me he dado cuenta de que son muchos los que pueden ser definidos como incómodos por diferentes razones, pero uno que me parece particularmente destacable y al que no se concede la atención que se merece -precisamente porque incomoda a mucha gente y a muchas instituciones- es el problema de la afición por la pornografía a edades cada vez más tempranas.
Haciendo una somera búsqueda en internet nos enteramos de que la edad en que nuestros niños ven por primera vez un contenido pornográfico ha bajado de manera alarmante hasta los ocho años e incluso menos. Es decir, una edad en la que, como dice Gemma Mestre-Bach, de la Universidad Internacional de la Rioja, “las habilidades de procesamiento están inacabadas y por esa razón, separar la realidad de la ficción les cuesta mucho más”; estamos hablando de una edad en la que algunos niños aún creen en los Reyes Magos y en la existencia de superhéroes en el mundo real.
Por inacción, por considerar en muchos casos que “esas son cosas de críos”, o por no atrevernos a enfrentarnos con decisión a ese problema, estamos permitiendo que las sucesivas generaciones tengan una visión profundamente distorsionada del mundo del sexo, de las relaciones sexuales y de los comportamientos adecuados al interactuar con otra u otras personas. Estamos creando chicos y chicas dañados en una de las esferas más importantes de la vida.
Si permitimos que la escuela de iniciación sexual de nuestros hijos e hijas sea el contenido pornográfico al que pueden acceder por internet, y que, para satisfacer la demanda de muchos adultos adictos a la pornografía, es cada vez más violento y brutal, acabaremos teniendo una población que no sabe comportarse adecuadamente, que se vuelve cada vez más agresiva y que, además, se siente culpable o humillada o disminuida al compararse con los protagonistas de esos contenidos y su forma de actuar frente a las cámaras.
Los especialistas en el tema -psiquiatras, investigadores, docentes- coinciden en que las expectativas que crean estos contenidos pornográficos, tan alejadas de la realidad, llevan a los jóvenes a querer imitar lo que ven y desarrollan conductas cada vez más agresivas, con una gran distorsión de los roles de género y una evidente cosificación de la mujer.
Nuestros jóvenes pasan muchas horas en la escuela, intentamos prepararlos para llevar una vida plena, para que entiendan el mundo en el que han nacido y sepan desenvolverse en él. Sin embargo, algo tan importante como el sexo, que es un impulso básico en los seres humanos y es fundamental comprender y canalizar, se deja de lado en los currículos escolares porque “eso es cosa de la familia”. ¿Y qué pasa si en la familia nadie sabe ni quiere ni puede hablar de sexo con naturalidad y claridad para que los niños sepan algo que de verdad les interesa? ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI aún haya tanta gente a la que le resulta incómodo hablar con sus hijos de algo que es y va a ser central a lo largo de su vida? ¿Qué tiene de incómodo hablar de deseo, de práctica sexual? Los padres y madres enseñan a su prole a comer, a lavarse, a controlar sus esfínteres, a tener un comportamiento que no resulte ofensivo en sociedad (aunque esto, la verdad, lo que antes se resumía en el concepto de “buena educación” y no dependía de la clase social) se está perdiendo a toda velocidad.
¿Por qué puede uno enseñarle a sus hijos o nietos que hay que evitar las flatulencias en público porque no resultan agradables a los demás, ni al oído ni al olfato, y no se les puede decir cómo tratar íntimamente a alguien que les gusta?
Cuando son pequeños, jugando en el parque, les explicamos “no se pega a nadie”, “no le quitas el juguete a quien lo tiene en ese momento”, “no le tiras del pelo a nadie, nunca”, “no insultas ni te burlas de nadie”. Les explicamos también cómo relacionarse con otro niño que aún no conocen: te acercas, saludas, dices tu nombre, preguntas si quiere jugar contigo, etc., etc. Todo eso se enseña con absoluta naturalidad, pero cuando se trata de guiarlos en los primeros acercamientos eróticos, ahí casi todo el mundo prefiere fingir que aún es pronto y dejar que sea cualquier desconocido el que les enseñe cosas distorsionadas y peligrosas que les van a pesar encima toda la vida. Y lo peor es que precisamente muchos de los que no se animan a tomar la educación sexual de su prole en serio y hacerla desde casa, suelen ser los que también están en contra de que se haga desde el colegio. Enseñarles inglés, sí, porque con eso tendrán más oportunidades en su vida profesional futura, pero enseñarles comportamiento sexual, no. Mejor que cada uno o una lo descubra por su cuenta, a trompicones, confundiendo lo real con lo ficticio. Como si decidiéramos que no hace falta enseñarles la ley de la gravedad. Todo el mundo sabe que las cosas caen hacia abajo y no hace falta explicarles nada, ¿no? Salvo que, en la ficción, los superhéroes vuelan, y luego se dan casos como esos pobres descerebrados que, en una borrachera de vacaciones, saltan a la piscina desde el octavo piso del hotel, y se matan, claro.
Pero, además de estar en contra de darles en la escuela una buena educación en temas sexuales, ni siquiera les parece bien que la literatura juvenil trate este tipo de asuntos. Se rechazan las novelas que son “demasiado explícitas” y las autoras y autores acaban por autocensurarse, sabiendo que nadie va a aprobar una obra en la que se traten temas que a las asociaciones de padres y madres o a la dirección de ciertos colegios les parezcan demasiado “atrevidas”. De modo que, en muchos casos, el alumnado acaba leyendo por obligación obras que no les interesan ni reflejan sus preocupaciones, mientras que para ver y enterarse de lo que sí les interesa acaban en las garras de otros chicos mayores que les “descubren” el mundo de la pornografía. Un mundo que las primeras veces es muy parecido a una película de terror: gente desnuda que hace cosas desconocidas y de apariencia violenta, jadeando y gruñendo, sin humor, sin ternura, sin ningún tipo de respeto por el otro. Mujeres de rostro distorsionado y pechos exagerados que fingen disfrutar de humillaciones y torturas. Hombres enormes y musculosos que las fuerzan y maltratan mientras ellas jadean. No es difícil imaginar con qué idea del sexo va a crecer un niño o una niña que, sin haber visto nunca la realidad, se enfrenta con esas imágenes a los ocho años y supone que es eso lo que se espera de él o de ella. Incluso si tiene la suerte de encontrar un primer amor amable y dulce, la idea que tienen ambos es que todo debería ser como en las películas que han visto, y sin embargo no lo es. Ni en tamaños, ni en comportamientos, ni siquiera en el número de personas necesarias para una relación sexual, ya que, año tras año, los jóvenes espectadores se van aficionando a ese tipo de contenidos y para conseguir el mismo choque de intensidad o de placer al que ahora son adictos, necesitan imágenes cada vez menos “normales”, más brutales, más extrañas, con más participantes, cada vez más alejadas de una relación real entre personas reales.
Por extraño que parezca, seguimos encontrando incómodo hablar del sexo como componente natural e indispensable de la vida, mientras que nuestra población joven, por nuestra absurda incompetencia, se deja manipular y enfermar por los productos fabricados para adultos y a los que ellos, con sus capacidades informáticas y digitales, tan superiores a las nuestras, consiguen acceder y así se ven expuestos a contenidos que les van a hacer daño sin que, de momento, nos demos cuenta. Si al menos las y los autores de novelas juveniles pudiéramos mostrarles otros modelos, otros comportamientos, quizá podríamos ayudar un poco. Pero lo cierto es que, incluso si eso fuera posible, para cuando en los colegios leyeran nuestras novelas, los alumnos y alumnas llevarían ya seis u ocho años consumiendo pornografía y ya sería tarde para engancharlos a la literatura. ¡Qué pena!
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