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Temperaturas de verano

Un hombre se refresca en una de las fuentes del centro de Córdoba.

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A veces me pregunto si los seres humanos de este final del primer tercio del siglo XXI nos hemos vuelto realmente imbéciles. Hay muchos motivos que me llevan a pensar así, pero en este artículo voy a referirme a algo muy concreto y que parece de poca importancia: la temperatura.

Antiguamente, cuando la única forma de regular las temperaturas en nuestras casas era construirlas de una determinada forma o usando unos materiales concretos, se hacía así. Si, a pesar de ello, hacía demasiado frío, se usaba el fuego, las pieles, los tapices y las alfombras. Si el calor era excesivo, se procuraba bajar la temperatura haciendo que hubiese corriente o poniendo recipientes de agua que pudiesen enfriar el aire. Nada de eso dañaba el medio ambiente. Si, a pesar de esas medidas, uno seguía teniendo frío, temblaba, se ponía en movimiento y trataba de generar calor, o dormía con alguno de sus familiares bajo la misma manta. Si tenía calor, trataba de usar las horas más frescas del día para trabajar, se mojaba en lo posible y se vestía con ropas amplias. Hay una antigua canción de la época de mis abuelos que decía: “¡Qué cosas pasan en Cuba, qué cosas, válgame Dios! Cuando hace calor se suda, y cuando hace frío no.” Y no pasaba nada.

Ahora hemos decidido que una sociedad tan civilizada como la nuestra no tiene por qué aguantar las temperaturas caniculares. Para eso tenemos aire acondicionado, faltaba más.

He estado recientemente en un hotel de Madrid donde la temperatura en mi habitación era de diecinueve grados para contrarrestar los cuarenta y uno del exterior. Pero, como diecinueve grados es muy frío para dormir con una sola sábana de algodón, que es lo que siempre se ha hecho en verano y tiene toda la lógica del mundo, las camas estaban provistas de un edredón de plumas que haría las delicias del ocupante en pleno invierno alpino. Para acabar de arreglar la cosa, el regulador de temperatura no funcionaba, con lo cual uno estaba condenado o bien a pasar frío si retiraba el edredón o a sudar como un pollo si lo mantenía.

Lo mismo pasa en los trenes, los aviones y los cines. Si sabes que vas a viajar o que quieres ver una película en los meses de verano, tienes que llevarte un bolso con una chaqueta y unos calcetines, por si acaso resulta que no hay muchos viajeros o espectadores y, como la temperatura es la misma si hay cincuenta que si hay tres, al cabo de un rato empiezas a pasar frío y a desear estar en el exterior, donde sigue siendo verano. He preguntado muchas veces la razón y, cuando alguien ha tenido a bien responderme, me dicen que si hace más calor, la gente protesta, y además suda, con lo cual el olor resulta desagradable a todos los presentes.

Cuando en invierno hay diecinueve grados en una casa, a pesar de que vamos vestidos con prendas de abrigo, notamos que hace fresco y nos abrigamos o pedimos que suban la calefacción, pero en verano, que no llevamos casi ropa, nos parece normal entrar en un local donde, al cabo de unos minutos, tenemos que vestirnos más para no tiritar. ¿Nos hemos vuelto todos locos?

El aire acondicionado gasta una cantidad enorme de electricidad y, además, es sumamente nocivo para el medio ambiente, con grandes emisiones de CO2 a la atmósfera, emisiones de hidrofluorocarbonos, dióxido de carbono y carbono negro provenientes de la energía generada a partir de combustibles fósiles que alimenta los aparatos. Es más perjudicial que los coches, que ya es decir.

También hay que considerar que todo el calor que esos aparatos extraen de nuestras viviendas, tiendas y hoteles, sale al exterior y sube la temperatura ambiente hasta hacerla insoportable para los árboles y las plantas que nos proporcionan el oxígeno y la humedad que necesitamos. Nos estamos cargando el único planeta que podemos habitar porque, entre otras cosas, nos negamos a pasar calor en verano y no estamos dispuestos a soportar el olor a humano que exudamos nosotros mismos. Suena tan absurdo que, si lo hubiésemos leído hace cien años, nos habría parecido un chiste.

Y por si todo eso fuera poco, que no lo es, el aire acondicionado tiene también efectos nocivos en la salud de sus usuarios: reseca las mucosas, irrita los ojos, empeora el asma y las alergias, puede causar cefaleas y migrañas, deshidrata, provoca contracturas... Sabemos que no es aconsejable que la diferencia con el exterior sea de más de diez o como mucho doce grados. Sin embargo, con tal de estar fresquitos, hasta el punto de tener que echarnos un pareo o una mantita por encima cuando nos tumbamos en el sofá a ver nuestra serie favorita en pleno verano, todo lo llevamos con alegría.

Cuando en los años sesenta surgió en Inglaterra y posteriormente en Estados Unidos el movimiento literario de la New Wave en ciencia ficción, uno de los temas cruciales en la época (y estamos hablando de hace más de sesenta años) y que se veía aparecer ominosamente en el futuro era precisamente las olas de calor con sus consecuentes sequías, la falta de agua. Aún recuerdo mi angustiosa lectura de “La sequía”, de J.G. Ballard, una novela escrita en 1964/65 y que yo leí sobre 1977, en la que nos presenta la espantosa perspectiva de un mundo casi yermo donde hemos destruido el ciclo de la evaporación del agua a fuerza de echar al mar todos los desechos industriales. En esa misma época surgieron novelas advirtiéndonos de los peligros de la contaminación ambiental, la superpoblación, el hambre, las pandemias y tantos otros horrores manufacturados por los mismos seres humanos. Pero, claro, como la mayor parte de la población no lee géneros como la ciencia ficción (unos porque los han convencido de que no es alta literatura y otros porque ni siquiera saben qué es), ahora una tiene que oír muchas veces eso de “¿quién iba a figurarse que...?” “¿cómo íbamos a saber que...?”.

Muchos de nosotros nos lo figurábamos. Muchos lo sabíamos. La mayor parte de los y las científicas y todos los lectores y lectoras de ciencia ficción, especialmente de las distopías catastrofistas, sabíamos lo que estaba pasando, lo que le estábamos haciendo a nuestro único posible habitat. Yo creo sinceramente que no solo nosotros; creo que todo el mundo sabía y sabe que no podemos seguir echando a los ríos y mares los vertidos tóxicos, y todo el plástico que producimos y que acaba también en los océanos y en el estómago de los animales marinos, que no nos conviene llenar el aire que respiramos con gases que nuestro organismo no es capaz de procesar, que no es plan usar una energía atómica que produce unos desechos tan terriblemente tóxicos que van a necesitar miles de años hasta dejar de ser nocivos, que nos estamos quedando sin agua, esa valiosísima agua que necesitamos todos los seres vivos...

Y ¿qué estamos haciendo? Ponernos muy serios, bajar una octava la voz al hablar de estos temas, hacer solemnes promesas de frenar el deterioro y, a la vez, regar las carreteras por las que ha de pasar el Tour de Francia para que los ciclistas no queden frenados por el asfalto reblandecido, fabricar nieve artificial para que los campeonatos de esquí no se interrumpan, construir grandes toberas que soplen aire frío en los estadios de fútbol, ponernos la chaquetita y los calcetines en las salas de cine en pleno agosto.

No es cuestión de salvar el planeta, señoras y señores. Al planeta le da igual quien viva (o no) sobre su superficie. La Tierra ha tenido épocas de fuego, de hielo, de selvas, y desiertos, y océanos. El problema lo tenemos nosotros, y nuestros hijos e hijas, y todos nuestros sucesores. Si no somos capaces de darnos cuenta de que esto nos afecta directamente es que somos aún más imbéciles de lo que yo suponía y seguiremos poniendo el aire acondicionado en verano para poder dormir con edredón, que es más gustoso, hasta que acabemos definitivamente con las condiciones ambientales en las que aún resulta posible la vida humana. Parafraseando a Luis XIV, “detrás de nosotros, el desierto”. 

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