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La tierra quemada de Feijóo

Núñez Feijóo en su discurso del mitin del PP en Madrid el 12 de noviembre.

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El día de su investidura fallida en el Congreso, Alberto Núñez Feijóo se dirigió a Míriam Nogueras, portavoz de Junts, y le espetó, en un tono que sonó a nostálgico: “Cuando pienso en ustedes y en Convergència i Unió no entiendo nada. ¿De verdad han cambiado tanto en tan poco tiempo?”. Es una reflexión que se ha escuchado mucho durante esta última década entre los moderados catalanes. Pero sorprende que venga de un líder político que, como CiU en su día, está tomando una deriva que tontea con el descrédito de las instituciones y que, como los moderados en Catalunya podrían explicarle con detalle, es una senda muy fácil de emprender pero muy difícil de retroceder.

El líder del PP lleva semanas caminando peligrosamente hacia el abismo político de la tierra quemada. En parte lo hace por su propio interés, pero también arrastrado por los sectores más radicales de su partido (cada vez más indistinguibles) y, sobre todo, por la influencia de la extrema derecha de Vox que hace tiempo sueña con protagonizar la versión española de lo que en Estados Unidos o en Brasil fue el asalto al Congreso, con la excusa de que la investidura que estaba a punto de producirse no era legítima.

Los mensajes de estas voces autorizadas de la derecha no dejan lugar a dudas. Santiago Abascal pidió que la policía no cumpliera órdenes “ilegales”, dejando implícito que el Gobierno las estaba dando. Pocos días antes, Aznar había salido a la carga al pronunciar su críptico “el que pueda hacer que haga”.

Le siguió Isabel Díaz Ayuso cuando afirmó con convencimiento, o eso pareció, que en España estamos a las puertas de una dictadura. La exageración es un recurso frecuente en política, pero cualquiera que haga caso a estos mensajes creerá que todo vale con tal de librarse de un gobierno que ha usurpado el poder de forma ilegal.

Aunque las palabras de Abascal, Ayuso o Aznar puedan ser las que de forma más clara sitúan a cualquier político en una línea que por responsabilidad jamás debería cruzar, no es menos llamativo que Feijóo no solo no las haya desautorizado, sino que no haya dudado en echar leña al fuego.

El líder del PP ha hablado de chantaje, ha asegurado que España “pierde” y ha llegado a alentar el transfuguismo en el PSOE. Este mismo martes, en un desayuno con corresponsales extranjeros no ha dudado en pedir la “ayuda” de Europa, ha asegurado que hay un “deterioro de la democracia española” y ha comparado a España con Polonia y Hungría. Curioso al menos el segundo ejemplo, donde gobierna un miembro de su partido europeo.

¿Cuál es el plan de Feijóo a medio plazo? Esta es la pregunta clave porque, si la investidura sale adelante, no hay lugar para una oposición leal y constructiva con un Gobierno como el que dibujan las palabras inflamadas de los líderes del PP. 

¿Cuál es la apuesta del líder del PP durante estos cuatro años? ¿Solo va a criticar desde su escaño al Gobierno, o va a seguir dando munición a quienes querrían acabar con él por vías poco democráticas? ¿Y con el resto de partidos que prestarán su voto a Sánchez? ¿Romperá Feijóo con Coalición Canaria, renuncia a entenderse con el PNV, ya no considerará un partido democrático a Junts?

Feijóo está dejando tras de sí una tierra quemada sobre la que le será muy difícil retornar, no ya a posiciones moderadas, sino simplemente a un papel normal como líder de la oposición de un Gobierno legítimo. Por eso, cuando más tarde en alejarse de las hogueras ante la calle Ferraz, más segura será su caída como líder que no vale para la nueva etapa.

Porque igual si se para un momento a pensar y mira a su alrededor (cuando uno está en Madrid siempre cuesta más) se dará cuenta de que alejarse del PNV o Junts y no tener más alternativa que Vox es como mínimo arriesgado. En el año 2009 el periodista Enric Juliana publicó el libro ‘La deriva de España’ (RBA) cuyo elocuente subtítulo era ‘Geografía de un país vigoroso y desorientado’. En él citaba a uno de sus primeros jefes, Miguel Ángel Bastenier, cuando este hablaba del “subsistema catalán”. En el capítulo titulado ‘Sucede en Catalunya’ se describía cómo ese subsistema se sentía “maltratado, cuando no insultado por el sector más desagradable y chillón de la opinión pública española”. Era esa opinión pública malhumorada hasta el punto de que en la calle se gritaba “catalán” a modo de insulto al entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero (probablemente el dirigente del PSOE que más ha entendido qué pasaba en Catalunya). Si permiten la ironía, los insultos que recibió Zapatero, que no fueron pocos, suenan casi respetuosos si se comparan con todos los lemas que se corean estos días contra Pedro Sánchez. 

En ese momento el PP aprovechó la reforma del Estatut para atizar los prejuicios cuando en realidad el texto refrendado en referéndum por los catalanes era un asidero para mantener las aguas calmadas en Catalunya durante un tiempo. No pregunten por cuánto tiempo porque la historia demuestra que las tensiones entre Catalunya y el resto de España son cíclicas. Los Estatutos del 32 y del 79 ya fueron ejemplos del pragmatismo que podía representar el del 2006. No lo fue, también porque la Convergència de Artur Mas decidió que, pese a que durante un tiempo mantuvo su fructífera asociación con el PP catalán, que entonces lideraba Alicia Sánchez Camacho, la única manera de canalizar el malestar provocado por los incumplimientos en el ámbito de las infraestructuras (de la que se podía responsabilizar a ministerios tanto del PSOE como del PP) así como los recortes sociales de su Govern era ponerse al frente de la pancarta. El resto de la historia es conocida. Más de una década que bautizamos entre todos como el procés. Ahora empieza una nueva etapa y ya veremos si es un punto final o solo un punto y aparte. Parafraseando a Mark Twain, no hace falta que la historia se repita, a veces simplemente rima. 

Historiadores como Xavier Domènech, al que el tiempo ha dado la razón en que la vía para encauzar el conflicto era la que se ha acordado ahora, han analizado cómo el catalanismo siempre se ha movido en una dialéctica de acuerdo y ruptura con el Estado. Combinar la defensa del autogobierno o las aspiraciones secesionistas con la implicación en la gobernabilidad de España ha sido la razón de ser de ese catalanismo desde siempre. El procés implicó una ruptura y está por ver si el pacto entre el PSOE y los partidos independentistas servirá para desandar camino en la confrontación. De momento todas las partes han hecho cesiones y ese es un buen principio. 

El mismo Domènech ha comentado en alguna ocasión que pasar del pasado al futuro es un ejercicio arriesgado que a veces puede convertirse en mortal. Probablemente solo les puede salir bien a dos políticos como Sánchez y Puigdemont. La pregunta para Feijóo sigue siendo la misma: ¿Qué ofrece él como alternativa que no sea la confrontación permanente? 

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