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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

El tuit de Casado

El presidente del PP, Pablo Casado.

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Este viernes, el diario El Mundo abrió su edición de papel con el siguiente titular a toda plana: ''Ribera plantea nacionalizar la hidroeléctrica al estilo Podemos''. Con la velocidad de reflejos que lo caracteriza cada vez que vislumbra una posibilidad de ataque al Gobierno, Pablo Casado subió en su cuenta de Twitter el pantallazo del titular, con el comentario: ''Exprópiese…''. El mensaje es muy simple, en la línea de la estrategia comunicacional a que nos tiene acostumbrados la derecha: el irresponsable Pedro Sánchez y sus compinches bolcheviques constituyen una amenaza contra el libre mercado y la propiedad privada. De ahí se suele pasar a la consigna estrella, de que el Gobierno es ilegítimo y urge echarlo de la Moncloa para salvar a España de la hecatombe.

Casado es muy joven. Insultantemente joven. Para hacernos una idea, era un bisoño diputado por Ávila cuando los sucesos de la Operación Kitchen. Sería, por tanto, un adolescente cuando José María Aznar emprendió el programa de privatizaciones más ambicioso de la historia de España, y un mocoso cuando Felipe González abrió la veda para el desmantelamiento del sector empresarial público. Casado debería leer Aves de RaPPiña, esa obra fundamental del inolvidable periodista Jesús Mota que describe cómo Aznar, nada más llegar a la Moncloa en 1996, puso en marcha con sus ministros Rodrigo Rato y Josep Piqué ''la gran expropiación, el nacimiento de la clase empresarial al servicio del PP''. Si no dispone de tiempo para leer un libro voluminoso, podría encontrar en internet documentos más sucintos que demuestran que, mucho antes de su ingenioso ''Exprópiese…'', hubo un devastador ''Entréguese'' que pulverizó el sector público empresarial de España, gran parte del cual era altamente rentable, proporcionaba recursos ingentes a las arcas del Estado y –lo más importante- estaba al servicio de los ciudadanos, no de la voracidad de los fondos de inversión.

Veamos algunos datos. En 1985, había 130 empresas con participación mayoritaria del Estado; en la actualidad apenas pasan la quincena. Entre 1992 y 1999, el peso de las empresas estatales en el mercado bursátil se desplomó del 16,6% al 0,34%.  En 2015, España estaba a cola de la UE en participación del sector empresarial público en el PIB (4,4%), solo superada por Reino Unido, Portugal e Irlanda. Y ocupaba el penúltimo lugar en número de trabajadores de empresas públicas en relación con el número total de empleados del país: 0,8%. Compárese la cifra con las de Eslovenia (9%), Finlandia (7,2%) o Francia (6,9%). 

La furia privatizadora de los años 90 obedeció a muchos motivos. Muy en particular las presiones neoliberales del Consenso de Washington de 1989 (que tuvo su antesala en los 80 con el thatcherismo en Reino Unido y el reaganismo en EEUU) y las duras exigencias del Tratado de Maastricht en materia fiscal, que llevaron a algunos gobiernos europeos, entre ellos del de Felipe González, a vender participaciones del Estado en empresas públicas para obtener liquidez inmediata y cuadrar las deficitarias cuentas. A lo largo y ancho del mundo se instauró el discurso fatalista de que, ante al avance imparable de la globalización, los países debían prepararse para ser cada vez más competitivos, y ello pasaba, entre otras cosas, por traspasar las empresas públicas al sector privado, con el argumento de que este es más eficaz como gestor. Al amparo de la nueva doctrina, en algunos países, singularmente en España, se produjeron escandalosos pelotazos y se consolidó una nueva élite empresarial sobre los hombros de compañías, muchas de ellas de probada rentabilidad, que habían pertenecido a todos los españoles.

Quizá Casado lo ignore, pero España tuvo una corporación bancaria pública, creada en 1991 con el nombre de Argentaria, que pudo llegar a ser un poderoso instrumento social dentro de un mercado libre y que ocho años después acabó convertido en la última letra del BBVA. O que Bankia surgió de la fusión de siete cajas de ahorro, que quizá no producían beneficios estratosféricos a los accionistas, pero destinaban grandes sumas a las obras sociales en sus ámbitos geográficos y gozaban de una confianza de los ciudadanos muchísimo mayor que el resto de entidades financieras. Telefónica (a la que Villalonga, el amigo de pupitre de Aznar que se convirtió en el emperador de la compañía, quitó la tilde dizque para subrayar sus dimensiones galácticas) también fue de todos los españoles, al igual que Endesa, Gas Natural, Repsol, Tabacalera o Indra. No sé qué habría sucedido si el Estado las hubiese conservado. Para saber si las privatizaciones fueron beneficiosas para la sociedad, o en qué medida lo fueron, no basta con que se nos diga que las compañías tienen hoy unos ingresos astronómicos, lo que sin duda alegrará a sus accionistas; también hay que cuantificar su aportación directa a las arcas del Estado (más allá del ''efecto irrigación'' en la economía) o su compromiso con la calidad de vida de los ciudadanos (por ejemplo, si facilitan las comunicaciones o mantienen sucursales bancarias en núcleos urbanos que no les proporcionan suficiente rentabilidad). No sé si existe un estudio integral al respecto; admito que no lo conozco.

Lo único que sé con certeza es que, a comienzos de los 90, se instaló el discurso de que el sector privado es por su propia naturaleza más eficaz como gestor que el sector público, pese a la abundancia de pruebas que impiden sacar una conclusión categórica. Y que treinta años después no parece haber una contestación contundente a ese discurso, particularmente desde las socialdemocracias europeas. A lo sumo se ven esfuerzos casi heroicos de ciertos países, con Francia en cabeza, para salvar los trastos de su sector público frente a los embates de un neoliberalismo que espera ansioso el momento de meter la mano en esos tesoros.

Ahora, a raíz de las escandalosas subidas del precio de la luz en España, el Gobierno amaga con crear una eléctrica pública -como de hecho existe en numerosos países desarrollados- que gestione las concesiones hidroeléctricas a medida que vayan venciendo. Veremos hasta dónde llega el ímpetu, y si puede convertirse en el punto de partida para un reforzamiento más ambicioso del papel del Estado frente a las poderosas corrientes de pensamiento que pretenden reducirlo a la mínima expresión. Casado confunde interesadamente los conceptos y tacha de expropiación lo que, de llevarse a cabo, sería una renacionalización. Lo que para él es un ''Exprópiese…'', para muchos ciudadanos sería un ''Devuélvase…''.

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