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El prejuicio del género: “un juego de roles”

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Cromos, eso es lo que somos, eso es lo que de forma “inconsciente” pero sistemática nos han enseñado a representar los agarrotados y polvorientos mecanismos mediáticos de nuestra supuestamente evolucionada sociedad contemporánea. Somos cromos no intercambiables: el eminente cirujano y la guapa y gentil enfermera, el audaz hombre de negocios y su atractiva y servicial secretaria, o el padre de familia responsable y trabajador y la madre abnegada y comprensiva. Hay cientos de cromos cuidadosa y convenientemente elaborados para completar de manera impoluta el álbum de lo que debería ser la perfecta sociedad patriarcal.

Cada uno de esos cromos, originariamente imperturbables y estáticos, son concebidos como pequeños ladrillos cuya función es la de cimentar, de modo sólido y consistente, una ciclópea estructura sociocultural denominada machismo. Con el convencionalismo, la costumbre y el patriarcado como cemento, las etiquetas de género se han ido consolidando en la mente y en el imaginario colectivo de una sociedad que, aunque ya en el pasado ha mostrado algún atisbo de orgullosa rebeldía, es ahora cuando verdaderamente empieza a disponer de las herramientas y de los recursos sociales necesarios para echar abajo de una vez por todas esa pared de prejuicio y subyugación que tantos y tantos siglos lleva alzándose ante nosotras y nosotros.

Esa colosal pared, de la que hace apenas unas décadas ni siquiera se vislumbraba su techo y que hoy estamos comenzando a escalar, es el estereotipo de género. Es una pared construida a base de ideas preconcebidas, de imágenes prefijadas de lo que se debe ser socialmente en función de lo que se es biológicamente, de límites impuestos y limitaciones autoimpuestas, de juicios de valor, prejuicios y cadenas. Se trata de un constructo social discriminatorio y dañino que ha ido fagocitando silenciosa pero inexorablemente las posibilidades de alcanzar una igualdad real entre la mujer y el hombre.

Desde los albores de la civilización se ha transmitido la idea de que el hombre estaba física e intelectualmente concebido para realizar una serie de trabajos para los que la mujer no estaba en absoluto preparada. Se trataba, en su totalidad, de profesiones que requerían una elevada cualificación y una serie de habilidades de las que se daba por sentado el sexo femenino carecía. Abogados, arquitectos, empresarios, doctores, policías o científicos…la primera vocal del castellano no tenía cabida en ninguna de estas ocupaciones.

No obstante, el reparto de roles en función del género no es un fenómeno exclusivo del ámbito laboral. Muy al contrario, este determinismo profesional no es sino un pequeño hilo en la gigantesca tela de araña tejida a lo largo de tantos y tantos años de historia “homocentrista”.

Y es que la adjudicación de roles más trascendente y peligrosa, de la que derivan todas y cada una de las proyecciones preestablecidas con respecto al género, es la del propio comportamiento humano. Hablamos de la forma preconcebida que se presume que debe adoptar cada persona para desenvolverse en la sociedad: cómo debe sentir; cómo tiene que expresarse; la manera adecuada de caminar, de hablar o de sentarse; qué tipo de ropa ponerse; cómo, cuándo y con quién debe relacionarse; qué tipo de carrera debería estudiar y sí, también el trabajo con el que se supone que tendría que ganarse la vida.

Se trata de una castradora convención que impone la manera de la que debemos comportarnos dependiendo de si tenemos pene o vagina, de si hemos nacido como lo que la sociedad conservadora considera que tiene que ser un hombre o una mujer “como dios manda”. Y a pesar de los avances logrados, continúa representando la dolorosa y solitaria prisión de autocensura y constricción en la que viven tantísimas personas que mantienen su verdadero ser anestesiado, cohibido por el miedo a ser juzgado o discriminado.

Un adolescente que llora viendo una película o escuchando una canción, una jueza del Tribunal Supremo, un amo de casa que decide no trabajar para dedicarse a sus hijos, una directora de grandes superproducciones de Hollywood, una jugadora de fútbol profesional, un niño con falda, una chica que propone follar sin ser juzgada…son realidades, son representaciones de la diversidad, de la tolerancia y de lo que deberíamos entender como “normal”, como lo entienden los niños desde su mágica inocencia y su ausencia de prejuicios. Son personificaciones de la evolución de la mentalidad y del avance de la sociedad cada vez más comunes, pero todavía minoritarias.

A lo largo de la historia hemos sido, y aún seguimos siendo, testigos de la valentía de multitud de heroínas rupturistas que han contribuido de un modo incalculable a la destrucción de los estereotipos de género. A las extraordinarias Marie Curie, Frida Kahlo, Virginia Wolf, Amelia Earhart, Coco Chanel, Clara Campoamor, Simone de Beauvoir o Valentina Tereshkova se siguen sumando mujeres únicas y transgresoras como Malala Yousafzai, Greta Thunberg, Kathryn Bigelow, Serena Williams, Kamala Harris, Megan Rapinoe, Oprah Winfrey…pero también nuestras madres, nuestras hermanas, nuestras mujeres, novias e hijas. Son ellas las auténticas revolucionarias de nuestro tiempo, las protagonistas del cambio, son ellas quienes tienen la llave de esa cárcel de miedo y represión, son ellas las que tienen el poder de convertir en “normal” que un chaval pueda mostrar sus lágrimas delante de sus amigos o que una mujer presida el Gobierno de España.

En definitiva, es indiscutible que la predeterminación de roles y la configuración condicionada de expectativas de género constituyen un mal endémico de nuestra sociedad. Parece que hemos descubierto la cura, estamos en la senda correcta, pero todavía queda por desempeñar el trabajo más difícil: perfeccionarla, patentarla y distribuirla de manera eficaz a través de la educación y la cultura para poder alcanzar por fin esa ansiada sociedad libre, tolerante e igualitaria, para poder intercambiar cromos.

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