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A propósito de la 'Rubialada': una palinodia personal

Protestan con carteles en una manifiestación contra Rubiales en Madrid.

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De natural tímido, me he sonrojado hasta anteayer, por lo que mi primer y último piropo callejero a una mujer se pierde en la noche de los tiempos. Cuando era un adolescente de 17 años, me animé una mañana a ese, digamos desvirgamiento oral, envidioso de la naturalidad con que los prodigaban mis amigos, generalmente oídos con indiferencia por las piropeadas, como era norma. Aquella inolvidable mañana iba con un par de ellos por la calle de Alcalá, atravesando una isleta coincidente con las calles de Hermosilla y Alcántara, cuando nos cruzamos con una chica que caminaba en sentido opuesto al que llevábamos nosotros. “Es el momento”, me dije, y me limité a un “¡Guapa!” admirativo, poniéndome un poco enfrente de ella. “¡Quita, gilipollas, que nos van a atropellar!”, me dijo. Como para volver a intentarlo... U olvidarlo.

Lo he contado alguna que otra vez en otros textos, porque escribir lo que me avergüenza me parece una manera de exorcizarlo (luego les cuento otro caso relacionado con el racismo). Pero en los asuntos de actualidad de la mujer, me lo ha recordado y me ha hecho cavilar la esclarecedora reflexión de Lucía Taboada en estas páginas titulada “¿Habré hecho yo también un Rubiales?”. Y aunque la periodista evita generalizar para no dar más carnada a los ‘rubiales’ –ésos que comienzan su perorata calificando de impresentable la actitud del expresidente de la Real Federación Española de Fútbol para comulgar, devotamente y aplaudiendo con las orejas, con su afirmación del “falso feminismo”, antónimo de “la verdadera masculinidad” (rechazan, claro, el término auténtico: machismo)–, lo realista es, precisamente, generalizar.

Y lo es porque está en nuestras raíces: son siglos de heteropatriarcado y décadas de educación machista en vena. Quienes ya no lo somos, lo hemos sido y cuesta un verdadero esfuerzo, créanme, dejar de serlo: va contra lo ‘natural’, lo que nos han enseñado, lo que hemos aprendido, toda la vida. Y eso que mi padre me inculcó un respeto absoluto por las mujeres.

Al hilo de la perspicaz pregunta de Taboada he recapacitado sobre mi propia historia, ya excesiva, para asumir humildemente que mi respuesta es la de la generalidad masculina –habrá alguna excepción angelical, sin duda–. “¿Habré hecho yo también un Rubiales?” Sí. Sólo me puedo jactar de no haberle levantado nunca la mano a una mujer –así lo decía mi pobre (todos mis muertos lo son) padre– ni de haberla discriminado laboralmente. De todo lo demás, antes o después, no ahora, he de entonar el mea culpa, sin que las posteriores y necesarias palinodias, que tienen cierto mérito por reconocer el mal causado, anulen, desde luego, los hechos. Uno (muchos, todos) ha causado demasiadas lágrimas, ha exigido excesivamente, a veces ha abusado (nunca con violencia) como para ignorar que hemos hecho demasiados Rubiales a lo largo de los años. Salvo admirables excepciones, somos productos de nuestra sociedad y no hemos vivido, precisamente, en la mejor de las posibles...

Pero si quienes nos educaron en el machismo también fueron mujeres, las madres y algunas parejas, han sido mujeres las que después nos reeducaron, nos educan, en esa nueva masculinidad que debilita a los machistas (y algunas reticentes) que la combaten, inútil combate, con la torpeza del fascismo: llamándonos 'planchabragas' a unos y a otras, 'feminazis' –el ‘fino' “neofeminismo supremacista” que dice Joaquín Leguina, el cerril “falso feminismo” de Rubiales o “la hipocresía del feminismo” de Frank Cuesta: grandes pensadores contemporáneos...–. Y, sobre todo, el empoderamiento del movimiento feminista, que tras siglos de avanzar a ritmo de tortuga está dando pasos de gigante en las últimas décadas, en todo el mundo y, especialmente, en España.

Hay una nueva sensibilidad que se llama igualdad y respeto y desde la primera educación a nuestro comportamiento ha de observarse; así, dentro de unos años, nosotros y los que nos sigan podremos contestar a la pregunta “¿Habré hecho yo también un Rubiales?”: no. Sin esa nueva actitud y voluntad, lo que se pretende ‘inocente piquito’ de Rubiales a Jenni Hermoso no se hubiera convertido en un nuevo, inmediato y arrasador #MeToo: el #SeAcabó no se ha quedado en críticas de periodistas “gilipollas” –dijo el quídam– ni en rr.ss. incendiarias sino que ha desatado una inequívoca reacción social, ha saltado a las primeras páginas de la prensa internacional y ha cosechado la refutación de personalidades e instituciones, hasta de Naciones Unidas...

Y en este asunto, como en tantos, no sobran las reflexiones, incluso las que al principio nos parezcan espinosas. Como la de Woody Allen, que, sin conocer la catadura moral del sujeto ni los antecedentes que lo tienen en los tribunales, aboga por equiparar hechos y castigos para que la visceralidad no se salga de madre.

El racismo de un antirracista

Con el racismo ocurre lo mismo que con el machismo. Aunque el narcisismo nacionalista del franquismo presumía de ser el país menos racista del mundo, la realidad es que arrastramos una pesada mochila de siglos, de persecuciones y señalamiento del distinto, especialmente a los judíos, a los que se los acusaban de crímenes rituales de niños o se les achacaba, a los varones, expulsar sangre menstrual o nacer con rabo como los animales (los que lo tengan), como sostenía el inmoral moralista dominico fray Andrés Ferrer de Valdecebro, quien añadía en su exitosa Consideraciones filosóficas y morales sobre el porqué de todas las cosas (1668): “Pregunta 63: ¿Por qué no nacen con cola los hombres como los demás animales?: Porque se sientan y no pudieran sentarse si la tuvieran. Linaje de hebreos hay que tienen, y nacen con rabillos”.

Los moriscos tuvieron mejor suerte, por ser bautizados, pero, como moros y semitas, también terminaron por ser expulsados. Los negros, como esclavos, eran cosas, inexistentes como seres humanos, y la esclavitud no fue abolida en España hasta 1880 y gracias a las amenazas de Gran Bretaña. Como fue gracias a Isabel I de Castilla, la Católica, que los indios occidentales, los americanos, se libraron de la esclavitud, pues, harta de las disquisiciones 'filosóficas' y 'moralistas' sobre su naturaleza humana o animal, los declaró súbditos de Castilla, hombres libres, en sus Instrucciones de Granada (1501), cuya recepción con gran respeto formal en el Nuevo Mundo por los conquistadores escondía su cínica práctica: “Se acatan, pero no se cumplen”. Hasta el punto de que el hispanista británico Henry Kamen sostiene que “el racismo fue elevado a sistema de gobierno” en la España del XVI y XVII. Incluso, añadiría, a sistema moral.

Y si durante la dictadura nos parecía inexistente era tanto por la ausencia de migración como porque mirábamos a otro lado, especialmente a donde no hubiera gitanos, pero tampoco emigración interior: los despectivos 'maketo' en Euskadi y 'xarnego' en Catalunya señalaban al forastero –andaluz, extremeño, manchego, gallego o murciano–que abandonaba su campo empobrecido en busca del relativo calor del capital concentrado en esas regiones: deseables como mano de obra eficaz y barata, pero socialmente indeseables.

Como murciano, lo sé bien: da igual que desciendas de franco-catalanes y vascos: has nacido en Murcia y te persiguen todos los tópicos, empezando por la tan famosa como falsa Pragmática de Carlos III –La Premática, decimos los murcianos-. Esa mala fama que acarrea automáticamente la pobreza se inventó un inexistente documento en el que el Borbón ilustrado ordenaba supuestamente que “la cola de mis ejércitos estará formada por gitanos, murcianos y gente de mal vivir”, donde se suponía –es una leyenda negra verdaderamente muy elaborada (¿se la inventaría un cartagenero?)– que murcianos era el sustantivo relativo al verbo murciar, robar. Voz de germanía ésta que, según Corominas, ya era arcaica cuando la utilizó Cervantes (1605); inexistente, pues, en el reinado de Carlos III (1716-1788). Pero es que, además, este rey fue, posiblemente, el gobernante español de toda la historia que intentó de manera más decidida integrar a los gitanos –sin éxito–: dictó tres Pragmáticas a tal fin y en una de ellas, voilà, prohibió tal gentilicio por considerarlo peyorativo y discriminador.

Y es que el racismo está tan enclavado en nuestra manera de ser –y al decir ‘nuestra’ me refiero, me temo, al género humano– como el machismo. Pues el racismo es de ida y vuelta: el papa Pablo IV (1555–1559), que inventó el Índice de libros prohibidos, los guetos para judíos, a quienes obligaba a llevar un gorro amarillo (la estrella amarilla de los nazis se antoja más poética), y condenó la patata por “diabólica”, tildaba a España de ser “un semillero de moros y judíos”.

A mediados de los años 70 del pasado siglo, cuando hubo una oleada de emigrantes chilenos y argentinos que huían de sus respectivas dictaduras asesinas, en seguida inventamos el término ‘sudaca’ para discriminarlos. En 1975, la inmigración en España era un 0,36% del total de la población. Hoy, que ronda el 14,44% e incluye un sinnúmero de nacionalidades, hemos tenido que esforzar nuestra imaginación: además de los tradicionales gabacho para el francés y moro, que incluye no sólo a los norteafricanos sino a todos los árabes, tenemos un ramillete de denominaciones despectivas para los sudamericanos: ‘panchitos’ o ‘panchis’, ‘tiraflechas’, machupichus’, ‘payoponis’, ‘pakis’ para los procedentes del subcontinente indio y, si no sabemos de dónde vienen: ‘guiris’. Incluso transformamos en insulto el acrónimo ‘mena’, de Menores No Acompañados...

Termino con un asunto personal, tanto para exorcizarlo como para reflexionar sobre la carcoma moral e intelectual que es el racismo. Hace una pequeña eternidad vivía en una de las 114 colonias madrileñas de casitas bajas, en Bellas Vistas, donde la embajada de los Países Bajos alquiló una de las casas más aparentes, que llamaban “torres”. Se instaló una pareja de hombres homosexuales, ambos muy simpáticos y guapos: uno negro, muy elegante, siempre de traje oscuro y camisa blanca, y otro blanco, rubio, vestido de sport, como se decía antes –hoy casual: tweeds, lanas, zapatos con suela de crepé...–. Pues bien, nunca dudé que el diplomático era el rubio y el negro, su novio. Y eso a pesar de que siempre veía al blanco montar en bicicleta, hacer la compra, pasear al perro... Así que cuando me enteré de que el diplomático era el negro y el blanco, su amante, se me cayó el alma a los pies: si yo albergo tan profundamente –espero que no genéticamente...– los prejuicios contra los que me esfuerzo por ser racional, justo, solidario, ilustrado, humanista y, sobre todo, todo lo que puedo. ¿Qué podemos esperar de aquéllos cuya toda ilustración son TV,s y redes sociales, los mensajes machacones de Vox y, en voz baja, del PP y, desde luego, de los nacionalistas?

Cuando en 1982 entrevisté a Chester Himes, maestro negro de la novela negra norteamericana, me contó el cabreo que le producían las miradas curiosas por el color de su piel de sus vecinos de Moraira, Alicante, donde se estableció en los 60: “¡Pero si eran más negros que yo!”.  

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