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El 'bibliocausto' español, la quema de libros por el franquismo durante la guerra y la posguerra

Quema de libros en el patio de la Universidad Central de Madrid, en la calle San Bernardo. Año 1939

Olga Rodríguez

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Son pocas las fotos que quedan de las quemas de libros por los golpistas en España, y las que hay no son muy conocidas. Sin embargo, la destrucción de obras escritas en grandes hogueras, en plena calle, fue una práctica habitual durante la guerra y la primera posguerra en nuestro país.

“Todos sabemos que los nazis quemaban libros, pero nadie piensa que el franquismo lo hizo”, señala la historiadora y profesora de la Universidad Complutense Ana Martínez Rus, autora de la publicación La persecución del libro. Hogueras, infiernos y buenas lecturas (1936-1951) y de varios artículos sobre el mismo tema. “Hay muy pocas imágenes de aquello porque la dictadura duró mucho, tuvo tiempo de borrarlo y lo consiguió en buena medida”, explica.

Casi cuarenta años de dictadura fueron tiempo suficiente para que ésta se reescribiera varias veces, intentando ocultar aspectos controvertidos de su pasado. La fecha que marca un antes y un después es la caída de la Alemania nazi en 1945. A partir de ese momento Franco se acerca más a los aliados, intenta mostrarse como un régimen blando y se apresura a borrar los capítulos más violentos y bárbaros de su historia. El brazo en alto dejó de ser obligatorio ese mismo año.

En agosto de 1945, poco después de la derrota nazi, se produjo un incendio en los laboratorios Cinematiraje Riera de Madrid, en el almacén que albergaba las películas y negativos del No-Do producidos hasta entonces. Aquello supuso una valiosa pérdida. Aún así existen algunos documentos gráficos que muestran quemas de libros apilados en grandes montañas antes de arder a 451 grados Fahrenheit.

Grandes ceremonias de quema

El bibliocausto español tuvo su propio ritual, con “autos de fe en los que los presentes leían pasajes de las llamadas buenas lecturas” y maldecían a los intelectuales y a los escritores objeto de la persecución franquista.

“Acusaban a ciertos libros de todos los problemas del país por sus ideas, que consideraban extranjerizantes, inmorales y subversivas. Se centraron en incautaciones y destrucciones, junto con la depuración de bibliotecas públicas y privadas. Hubo un bibliocausto o una bibliofobia”, explica la historiadora, que ha ejercido como asesora en el documental Palabras para un fin del mundo, actualmente en cines, en el que aparecen varias fotografías de quemas de libros.

Al mismo tiempo muchos maestros, bibliotecarios, editores y libreros fueron fusilados. Entre otros, el director de la casa Nós, Ánxel Casal, el librero Rogelio Luque, en Córdoba o la bibliotecaria Juana Capdevielle, de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, a quien mataron estando embarazada de su primer hijo.

Como indica Martínez Rus, la quema de libros “eran prácticas inquisitoriales, más propias del Santo Oficio que de un sistema político del siglo XX. Existen numerosos testimonios de personas y de jerarcas del régimen que atestiguan estas ‘piras purificadoras’”.

“El judaísmo, la masonería, el marxismo, el separatismo”

Ahora el documental Palabras para un fin del mundo recupera lo que por el momento es la única filmación conservada de una quema de libros por los franquistas, en la calle Libreros de Madrid en el año 1939.

“Hay varias fotografías, y también un grabado publicado por Il Corriere de la Sera, muy poco conocido, pero esa filmación es nueva”, indica su director, Manuel Menchón, quien indagó en filmotecas de países extranjeros en busca de archivos filmados por camarógrafos que tuvieron que exiliarse. 

El 1 de agosto de 1936 el periódico Arriba España, en su primer número, incitaba a la destrucción de libros: “Camarada, tienes obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus propagandas”.

Las indicaciones en este sentido fueron numerosas. La Junta de Defensa Nacional advirtió de que “la purificación nacional tiene que ser totalitaria”. José María Pemán, director de la Comisión de Cultura y Enseñanza, acusó a escritores y profesionales del libro de ser “envenenadores del alma popular, primero y mayores responsables de todos los crímenes y destrucciones que sobrecogen al mundo”. Y Enrique Suñer, autor del libelo Los intelectuales y la Tragedia española, publicado en 1937, culpó en dicho texto a la Institución Libre de Enseñanza de todos los males del país.

Bibliotecas arrasadas

En una ceremonia de quema de libros en Huelva en 1936 el jefe de la Falange de allí, Bartolomé Aragón, leyó un pasaje de El Quijote, el referido a la quema de libros que realizan el barbero y el cura:

“No, dijo la sobrina, no hay para qué perdonar a ninguno porque todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las ventanas y prenderlos fuego”.

Ese pasaje del Quijote fue utilizado una y otra vez en las ceremonias de la quema. A pesar de que quedan pocas imágenes, sí hay más referencias en material de prensa. Según la profesora Martínez Rus, existe una coherencia entre lo que defendían las fuerzas de la derecha y ultraderecha durante la II República y lo que ocurrió después.

“Ramiro de Maeztu, en sede parlamentaria, durante la II República, pidió que los libros ardieran porque para ellos los libros que se repartían en esas bibliotecas públicas abiertas a todos, gratuitas, estaban sembrando el germen de la revolución”, explica. “Ya entonces eran muchos los que consideraban que esas lecturas envenenaban la mente y el alma de los buenos españoles. Cuando se produjo el golpe, aquello se llevó a la práctica”, añade. 

Queipo de Llano dio la orden de requisar material de librerías, quioscos o editoriales y quemarlo. También las bibliotecas privadas se vieron afectadas:

“Arrasaron con la biblioteca de Castelao o la del presidente Casares Quiroga en A Coruña, con la de la casa de Juan Ramón Jiménez, donde él no estaba porque se encontraba en el extranjero, o con la Max Aub en Valencia”, relata Martínez Rus, quien define las ceremonias como una especie de “ritos iniciáticos tras la toma de las localidades”.

Libros “torpes y envenenados”

La quema de libros en la Plaza de Catalunya de Barcelona o en el Paraninfo de la Universidad Central de Madrid -en la calle San Bernardo- quedaron retratadas en una ilustración y en una fotografía respectivamente. Ésta última se produjo el dos de mayo de 1939, para celebrar el Día del Libro, paradójicamente. Un artículo del diario Ya tituló así la información sobre el acto: “Auto de fe en la Universidad Central. Los enemigos de España fueron condenados al fuego”.

En el desarrollo de la noticia el diario definió aquellos libros como “torpes y envenenados”. En el acto estuvieron presentes el catedrático de Derecho Antonio Luna, Salvador Lisagarre Novoa, secretario provincial de la Jefatura de Educación y de la delegación provincial de Falange o David Jato, jefe provincial del Sindicato Español Universitario.

Luna, que además de profesor era delegado provincial de Falange, se refirió a aquello libros como “separatistas, liberales, marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pesimistas, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis, los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos”. Y dio a conocer que en el índice de los condenados a arder estaban, entre otros, libros de Sabino Arana, Jean-Jaques Rousseau, Karl Marx, Voltaire, Lamartine, Gorki, Freud “y el Heraldo de Madrid”.

El diario Ya escribió en su crónica que “las llamas subían al cielo con alegre y purificador chisporroteo” y que “la juventud universitaria, brazo en alto, cantó con ardimiento y valentía el himno Cara al Sol”.

La limpieza en Madrid de librerías y editoriales fue exhaustiva. “El desfile de la victoria fue el 18 de mayo del 39, les preocupaba que hubiera en los escaparates algún libro contrario a las ideas del nuevo Estado, así que limpiaron librerías, almacenes, editoriales”, cuenta Martínez Rus.

Madrid había sido ciudad leal a la democracia hasta su caída, por lo que el régimen franquista la repudiaba. Tanto, que Serrano Súñer quiso llevarse la capitalidad a Sevilla. Finalmente se optó por mantenerla en Madrid pero impulsando una gran represión, que afectó a todo.

“Incluso crearon un tribunal de porteros para denunciar lo que había pasado en Madrid durante los años de la guerra. Detuvieron a escritores como Diego San José, llegaron a condenarle a muerte, al final le conmutaron la pena”, señala la autora de La persecución del libro. Hogueras, infiernos y buenas lecturas (1936-1951).

“La idea de que solo fueron represaliadas las personas metidas en política es falsa. Hubo castigos por causas peregrinas. Y una persecución contra profesores, intelectuales, escritores y sus libros. Hubo periodistas condenados a muerte también. La represión fue sistemática, afectó a todas las facetas”, indica.

La Ley de Prensa regularizó la censura en 1938, obligando a retirar libros, revistas, publicaciones, grabados e impresos con “ideas disolventes, conceptos inmorales, propaganda de doctrinas marxistas y todo cuanto signifique una falta de respeto a la dignidad de nuestro glorioso Ejército, atentados a la unidad de la Patria, menosprecio de la religión católica y de cuanto se oponga al significado y fines de nuestra Cruzada Nacional”.

En la ocupación franquista de Barcelona, el 27 de marzo de 1939, se lanzaron seis mil ejemplares por las ventanas y se calcula que fueron quemadas 72 toneladas de libros.

“Se estableció una analogía. Estaban matando a personas, privaban a otras de libertad, y decidieron que con los libros había que hacer lo mismo. Ejecutaron a gente como el rector de la universidad de Valencia, el rector de la universidad de Oviedo, que era hijo de Leopoldo Alas Clarín, mataron a muchos maestros y a otros los depuraron porque consideraban que introducían ideologías perniciosas. Crearon salas de libros prohibidos, los infiernos, se llamaban, que en algunos casos perduraron hasta el final de la dictadura”, relata la historiadora. Si había denuncias falsas, no existía pena para el denunciante.

Al abogado Enrique Astiz Aranguren, de Izquierda Republicana, antes de asesinarlo le quemaron toda la colección de la “peligrosa” Enciclopedia Espasa. La biblioteca de Pompeu Fabra fue quemada en la calle, en Badalona.

Fueron retirados títulos como El asno de oro, de Apuleyo, El Libro del Buen Amor, del Arcipreste de Hita, La Celestina, de Fernando de Rojas, La educación sentimental, de Flaubert, Werther, de Goethe, La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset, o Papa Goriot, de Balzac, entre otros.

También se prohibieron Sonata de otoño, de Valle-Inclán, Poesías completas, de Antonio Machado, Los miserables o Nuestra Señora de París, de Victor Hugo, Los pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán, Crimen y castigo, de Dostoiewski, Guerra y Paz, de Tolstói, todos los de Blasco Ibáñez, varios títulos de Azorín, y numerosos de Pérez Galdós y de Pío Baroja, entre otros muchos.

No solo se prohibieron libros políticos, también títulos inocuos, como obras infantiles y juveniles. Por ejemplo, fueron objeto de persecución o pasto de las llamas ejemplares de El Corsario negro, de Emilio Salgari, Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas, Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, Los cuentos de Andersen, Los viajes de Gulliver, o Caperucita roja, de Perrault, que primero se convirtió en Caperucita azul y luego en Caperucita encarnada.

La persecución de los escritores e intelectuales fue implacable. “No mataron a más porque muchos lograron escapar a tiempo al exilio. El asesinato de Lorca no es una excepción. Miguel Hernández murió en la cárcel con dos procesos judiciales pendientes, y los que se exiliaron, lo mismo. Pedro Salinas, Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez y otros muchos se libraron porque se fueron”, indica Martínez Rus.

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