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The Guardian en español

Todas las opciones son malas para EEUU contra la amenaza militar de Corea del Norte

Fotografía sin fechar facilitada por la agencia estatal norcoreana KCNA del líder norcoreano, Kim Jong un junto a varios oficiales del Ejército.

Emma Graham-Harrison

El exitoso lanzamiento de Corea del Norte de un misil balístico intercontinental que algún día podría llevar cabezas nucleares a Estados Unidos ha reactivado el debate de la intervención militar contra este Estado marginado de la comunidad internacional.

Las ambiciones nucleares de Pyongyang, en su momento una preocupación estratégica abstracta para los burócratas de Washington, han adquirido de pronto un carácter de urgencia. El secretario de Estado de EEUU, Rex Tillerson, afirmó a principios de año que todas las opciones están sobre la mesa con el objetivo de bloquear el programa de armas nucleares de Corea del Norte.

A menudo se habla de un “ataque quirúrgico” cuando los políticos contemplan la intervención militar en conflictos o en regiones problemáticas en todo el mundo. Quizá porque este concepto conlleva unas connotaciones de un ataque eficiente y concentrado con un daño colateral mínimo, como una incisión quirúrgica limpia. Pero eso es solo un espejismo para distraer.

No hay posibilidad de una intervención militar en Corea del Norte sin bajas civiles y conlleva, además, un alto riesgo de escalada del conflicto. Las vidas en riesgo más inmediato en caso de conflicto abierto son las de los surcoreanos. Cerca de la mitad de la población de Corea del Sur vive a menos de 80 kilómetros de la zona desmilitarizada, que separa las mitades norte y sur, de acuerdo con the New York Times.

Partes de Seúl están al alcance de lanzamisiles y artillería escondidos en cuevas, búnkers y túneles junto a la frontera. En 2010, el fuego de artillería norcoreano mató a dos marines e hirió a civiles. Es posible interceptar el fuego de artillería, los misiles y otras armas de baja altitud con sistemas como la Cúpula de Hierro de Israel, pero Corea del Sur no tiene ningún equivalente, tan solo tiene sistemas contra los misiles balísticos.

Si Corea del Norte ataca a Corea del Sur, incluso las estimaciones más optimistas afirman que se perderían miles de vidas en cuestión de días por ataques a objetivos militares, aumentando a decenas o incluso cientos de miles si Pyongyang ataca a civiles.

El líder Kim Jong-un también tiene misiles balísticos que podrían llegar a lugares por todo Corea del Sur y Japón, así como reservas de armas nucleares y químicas. Se cree que Corea del Norte ha creado este arsenal a modo de disuasión, pero son pocos los que creen que a Kim le temblaría la mano a la hora de utilizar estas armas si sintiese que su vida o poder están en peligro inminente. Su hermanastro fue asesinado con el agente nervioso VX en un aeropuerto de Malasia a principios de año y eliminó a su propio tío.

Estados Unidos y sus aliados no pueden contar con eliminar el liderazgo norcoreano con el tipo de ataques con misiles o drones que han utilizado para acabar con combatientes de ISIS. Asesinar a líderes de Estados enemigos es especialmente difícil, incluso con los recursos técnicos y financieros de EEUU. Los fracasos para matar a Sadam Hussein en las primeras semanas de la invasión de Irak de 2003 y las décadas de intentos chapuceros contra el líder cubano Fidel Castro son solo dos recordatorios de lo difícil que puede ser matar desde la distancia.

Kim y su círculo interno son también herméticos y precavidos y los sistemas de inteligencia occidentales dentro del país son extremadamente débiles. En 2008, analistas y agentes occidentales especularon durante meses si su padre Kim Jong il estaba vivo o muerto, tras desaparecer de la vida pública. La noticia de que había sufrido un infarto en agosto no se filtró al mundo exterior hasta invierno.

Pero quizá el mayor riesgo de tomar acciones militares en Corea del Norte es su cultivada imprevisibilidad. Una vez empiezan los combates, hay muchas formas y causas por las que ambas partes pueden intensificar el conflicto, explica el analista Anthony Cordesman a the New York Times. Pararlo, en cambio, es mucho más difícil.

Traducido por Javier Biosca Azcoiti

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