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El decrecimiento y el siglo de los límites

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Cuando se habla –o se escribe– sobre el debate seguir creciendo/decrecimiento es como si me convirtiese en un pastor alemán y sonara un silbato para perros. Presto atención inmediatamente, porque me parece que ahí está el debate más crucial de nuestro tiempo, el siglo de los límites. Nada crece eternamente. Nada. O lo gestionamos, o nos sobrevendrá igualmente y a ver cómo de bien lo gestionan los lobbies empresariales y la mano invisible (ja, ja). Cualquier declaración sobre el tema me parece más importante que los audios de Florentino quitando y poniendo periodistas –y mira que esos audios dan para varias temporadas más oscuras que Los Soprano y relatan la podredumbre de las cloacas de nuestra matria/patria mejor que House of Cards–.

Abrió el debate hace unos días Elizabeth Duval en su Carnaval, en ella decía: “Cuánto tenemos que aprender, desde la izquierda, del despreciable mundo del marketing y los publicistas: decrecimiento es una palabra que no suena demasiado sexy ni chula, que seguramente dé un poco de miedo…”.

Literalmente un par de días después, Yayo Herrero precisaba en una tribuna espléndida: “Muchas veces decimos que en tiempos de cambio climático y translimitación, el inevitable aterrizaje en la tierra tiene que ser más el resultado de la seducción que del temor. Claro que hace falta seducir, pero también creo, que abandonar una cultura construida sobre la promesa de la escapada del peso, del esfuerzo y del dolor, que rehúye el conflicto y mira hacia otro lado cuando se trata de la violencia y la explotación, requiere pasar un duelo: la constatación del fracaso de las promesas de la triada progreso, tecnología y capital para garantizar la felicidad y la dignidad a todas. La suficiencia, el reparto y el cuidado, cuestiones centrales para encarar el inevitable decrecimiento de la esfera material de la economía, sólo se convierten en horizontes deseables si hay consciencia de la finitud, la vulnerabilidad y el previsible colapso. Me temo que para desconectarse de la droga dura hay que pasar el mono.”

La pregunta que se aborda en ambos textos no puede ser más importante: ¿es posible convencer con palabras como decrecimiento o colapso a una mayoría? Yo diría que sí. Bueno, en realidad yo solo no. Para el 93% de los franceses encuestados en el último barómetro del consumo responsable hay que revisar todo o parte de nuestro modelo económico, incluido un 52% que afirma que hay que repensarlo completamente y abandonar el mito del crecimiento infinito.

Una declaración esperanzadora y sorprendente. Sin embargo, me atrevo a pronosticar que si esa misma encuesta se hiciese en España el resultado sería bastante menos positivo para los decrecentistas. Y la clave es el porqué. Por qué en Francia hay semejante concienciación –y hasta un recientemente formado Partido por el Decrecimiento, que se presenta a las presidenciales- y aquí aún seguimos mayoritariamente instalados en el discurso de “Con el decrecimiento no se liga, ni se ganan elecciones”, Juan Carlos Monedero dixit. Volveremos a Francia más adelante.

Es muy evidente –si se tienen los datos- la masacre que está provocando el funcionamiento del sistema económico en la biodiversidad: 68% de todos los vertebrados del mundo extinguidos en los últimos 50 años, y la tasa de extinción de especies a un nivel similar al de los 5 eventos masivos de extinción previos. Cabría hablar más consecuentemente de de-funcionamiento del sistema económico. También es cada vez más visible el aumento de las inundaciones, incendios y récords de temperatura fuera de toda lógica. La lotería del caos climático del antropoceno, que últimamente ofrece una cantidad creciente de boletos perdedores en forma de fenómenos extremos y, desgraciadamente, el sorteo acaba de comenzar.

Un caos climático cuyos puntos de no retorno, avisó una filtración del propio IPCC hace pocos días, o han sido sobrepasados, o están terriblemente cerca, como los de Groenlandia o el Amazonas, que se ha constatado recientemente que ya emite más carbono del que es capaz de absorber. Y no somos ni por asomo conscientes de lo que va a suponer cruzar esos puntos de no retorno. Lo que sí sabemos es que todos los subsistemas climáticos –Groenlandia, Permafrost...- se relacionan entre ellos como los órganos de un enfermo.

Afortunadamente, sí existe un estudio seminal de algunos de los mejores científicos que tenemos, que determina que eso nos llevaría a un cambio climático desbocado y a la denominada Tierra Invernadero. En ese nuevo estado del clima en la Tierra –que podría suponer entre 4 y 5 grados más de media, la vida y cómo sobreviviríamos, sería una incógnita. Y esa es la trayectoria de colisión que llevamos.

Al respecto de los grados hay una cosa que no se suele entender bien por parte de algunas personas escépticas, ingenuas o desinformadas. Si la temperatura media de la Tierra es de poco menos de 15°, una subida de dos grados, en proporción, es como si un cuerpo humano subiera 5 grados. Mantén a un ser humano con más de 40 grados de temperatura corporal. A ver cuánto aguanta estable. La alfabetización ecosocial, la educación ambiental de la población, es una condición imprescindible en la que estamos muy mal preparados para el reto que tenemos que enfrentar. En las leyes existe aquello de ignorantia juris non excusat. Y con las leyes naturales pasa lo mismo, pero peor. No conocerlas no solo no significa no sufrir los efectos de infringirlas, sino la garantía de que hacerlo será mucho más probable.

El otro tema que los decrecentistas solemos sacar a pasear siempre es el energético. El modelo capitalista –y cualquier modelo productivista, por muy automatizado que sea–, derrocha recursos energéticos y materiales críticos que van a escasear –y cuyo precio ya está aumentado–, máxime cuando hay que maniobrar (hacia un aterrizaje de emergencia, no hacia otros planetas) rápidamente, para no cambiar más el clima de la Tierra y dirigirnos hacia terra incógnita.

No solo nada crece eternamente –como todo ser que no sea economista neoliberal intuye– sino que sin duda, el decrecimiento es ya inevitable y próximo. Hay quien dice que en parte ya está ocurriendo, excepto para los multimillonarios/filántropos que se forran hasta en tiempos de pandemia. Lo que por desgracia no es nada inevitable, es seguir lo que el decrecimiento –la propuesta teórica– defiende. El científico del CSIC y experto en energía Antonio Turiel ya ha explicado también por aquí la urgencia del asunto, pero resumiendo mucho: los límites del crecimiento están ahí, visibles para quien se atreva a mirar al abismo que, como avisó Nietzsche, te devolverá la mirada.

Volvamos a Francia: aun habiendo múltiples motivos que explican su concienciación por encima de la media sobre los problemas de un sistema que si crece se destruye, si no crece no funciona, hay uno que destaca: en el país galo se ha hablado clara y continuamente de la inevitabilidad del decrecimiento –de hecho la teoría cobró forma allí– y también de la más que probable consecuencia en forma de colapso si se pretende ignorar la realidad. La colapsología también nació allí, de la mano del doctor en Biología Pablo Servigne, con un libro que está siendo un superventas en varias lenguas y que acabó convirtiéndose en la base de una de las series que más éxito han tenido durante la pandemia. ¿Esto explica que tengan alcaldías verdes en las grandes ciudades, sean pioneros en los métodos de asambleas ciudadanas para reaccionar a la emergencia climática, o puedan presumir de encuestas como la que he comentado anteriormente? No. Pero es el primer paso en la solución a cualquier problema: no negar que existe. Cualquier cambio político suele venir precedido de un cambio cultural previo que lo posibilita.

Y esto nos lleva a otra pregunta ¿por qué es tan necesario un cambio cultural? Porque muchas de las fallas de nuestra sociedad son más viejas que el anís del mono. Son antropológicas, vienen de lejos. Tan de lejos que al menos 26 civilizaciones han colapsado antes que la nuestra. Y en parte por los mismos desarreglos. Estamos insertos en una especie de Día de la Marmota civilizatorio. Cada vez se nos concede una nueva oportunidad de evitar procesos que en realidad le ocurren a casi todos los seres vivos, como a aquellos renos de la isla de Saint Matthew. No somos tan especiales. Nos creemos que podemos, pero como Monedero, pues va a ser que no, que de momento no podemos.

Sin embargo a Elizabeth Duval no puedo no reconocerle, que en el fondo tiene bastante razón. Hay que imaginar algo más sexy que la teoría del decrecimiento para convencer a más personas. Algo que ponga el énfasis en aquello que subyace a esa teoría, pero que sólo se ve profundizando más allá del tabú que provoca el palabro: decrecer en jornada laboral, en presión sobre los ecosistemas, en contaminación, en partículas por millón de CO2, en desigualdad, en microplásticos hasta en las placentas –todas estas cosas están formuladas dentro de las propuestas decrecentistas- no solo no está mal, se trata del único camino para no convertirnos en un planeta inhóspito para la vida. En América Latina se le llama buenvivir, quizá por ahí convenceríamos más, pero es que por allí no tienen que decrecer tanto como en Occidente.

Lo que tiene de bueno el término decrecimiento (por eso se escogió el palabro y por eso lo atacan los lobbies empresariales que a estas alturas aún quieren ampliar puertos y aeropuertos) es que es muy difícil de cooptar, tal y como ya le ha ocurrido en el capitalismo a ecológico, sostenible, verde, bio, etc…

Tal vez no será excesivamente seductor, pero precisamente es que si queremos dar un paso adelante en ese camino antropológico que como especie habrá que recorrer sí o sí, igual es bueno que no lo sea. Para irnos acostumbrando a abandonar el márquetin y la publicidad cuanto más mejor, y asumiendo esos límites que siempre han estado ahí, y no hay manera de seducirlos para que negocien.

Las preguntas del siglo de los límites son: ¿cómo seducir con una cierta renuncia? ¿Cómo salir de la trampa de la civilización? –ésta sí es cierta, no como aquella que algunos pretenden ver en la diversidad–. En palabras de Jorge Riechmann: lo ecológicamente necesario, es políticamente imposible. ¿Cómo hacemos deseable lo que parece imposible pero es manifiestamente inevitable? Ése es el debate clave. Pero sólo podrá darse cuando se acepte que no hay otra opción y por fin superemos la fase de hacer visible al elefante negro en la habitación que está a centímetros de aplastarnos.

Cuando se habla –o se escribe– sobre el debate seguir creciendo/decrecimiento es como si me convirtiese en un pastor alemán y sonara un silbato para perros. Presto atención inmediatamente, porque me parece que ahí está el debate más crucial de nuestro tiempo, el siglo de los límites. Nada crece eternamente. Nada. O lo gestionamos, o nos sobrevendrá igualmente y a ver cómo de bien lo gestionan los lobbies empresariales y la mano invisible (ja, ja). Cualquier declaración sobre el tema me parece más importante que los audios de Florentino quitando y poniendo periodistas –y mira que esos audios dan para varias temporadas más oscuras que Los Soprano y relatan la podredumbre de las cloacas de nuestra matria/patria mejor que House of Cards–.

Abrió el debate hace unos días Elizabeth Duval en su Carnaval, en ella decía: “Cuánto tenemos que aprender, desde la izquierda, del despreciable mundo del marketing y los publicistas: decrecimiento es una palabra que no suena demasiado sexy ni chula, que seguramente dé un poco de miedo…”.