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De hospitales, morgues y palacios

Juan Carlos I, junto a Corinna Larsen, en un viaje privado a Alemania en febrero de 2006

Ruth Toledano

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Los medios de comunicación de ultra derecha y de derecha ultra, así como alguna otra cabecera que durante décadas ha ejercido de adalid del progresismo, acusan al republicanismo de ir a por Felipe VI en plena emergencia sanitaria. La mayoría lo dice para atacar a Podemos, o al Gobierno de Sánchez por la coalición con Podemos y a través de Podemos (al santo por la peana). Pero lo cierto es que fue el propio monarca quien puso en bandeja un debate que en estos duros momentos solo existía en la medida en la que existe siempre (que, ciertamente, no es poca sino silenciada).

Felipe VI apareció en escena cuando menos lo esperábamos, cuando la crisis del coronavirus ya había obligado a trastocar profundamente la vida cotidiana en el Estado español, cuando se reforzaban las medidas de aislamiento social, cuando el sistema sanitario ya daba muestras de la debilidad en la que lo dejaron los recortes de los comisionistas, las externalizaciones y privatizaciones de quienes se enriquecen con cohechos y mordidas y corruptelas, los de la peste moral. España solo invierte en la sanidad publica un 5,9% de su PIB, frente al 7,5% que se invierte de media en Europa. Y una pandemia como la del coronavirus ha dejado en evidencia que no hay recursos materiales suficientes, empezando por camas hospitalarias, y que el personal es escaso, empezando por los médicos de atención primaria, como se ha venido denunciando por dentro y por fuera de las filas sanitarias desde que en 2012 se le dio a la sanidad pública una estocada casi de muerte. Corrupción y estoque van unidos.

Una gigantesca cacelorada ha respondido a Felipe VI. Él apareció en la tele, tarde y mal, y dio un discurso obligado, descafeinado, esquinado, demasiado breve, demasiado lejano, demasiado frío, demasiado encorsetado, demasiado vacío, demasiado parecido a él. Parecía querer que el sonido del silencio que nos acongoja tapara el estruendo escandaloso de la Casa Real, y se encontró con que el aislamiento y el miedo y las lágrimas ni siquiera eran suficientes para ahogar la vergüenza dinástica que él representa. No, la gente no va a por Felipe VI aprovechando la pandemia; muy al contrario, se diría más bien que Felipe VI aprovechó la pandemia para echar tiempo y tierra sobre una información que tenía, no ya desde hace un año, sino desde siempre, pues forma parte nuclear de su jefatura del Estado. Simple y llanamente, está ahí por ser hijo de quien es. Para más inri, presuntamente ha formado parte nominal del conglomerado delictivo de su predecesor, su emérito y multimillonario papá.

Yo firmé aquella petición que circuló pidiendo que Juan Carlos de Borbón entregara los 100 millones, muchos, de la presunta mordida árabe que se llevó del AVE a La Meca. Pero me daría igual que lo hiciera o no lo hiciera, que los donara o no, que los devolviera. Mejor que no. Mejor, para que no haya limpieza posible de un comportamiento que es sistémico. Por algo el CIS eliminó la monarquía de su consulta a los españoles (algo que abochorna a cualquier ciudadano políticamente maduro y personalmente digno). Así que por mí se podría borrar mi firma de esa petición y ponerla en el censo para el referendum sobre la Corona.

Mientras eso llega, llenaremos de féretros el Palacio de Hielo de Madrid porque, después de 14 años y 100 millones invertidos, el edificio que iba a albergar el nuevo instituto anatómico forense en la Ciudad de la Justicia está abandonado. Muchos bolsillos se han llenado en ese camino hacia la gélida morgue de hoy y nada han hecho ni el rey ni su padre por evitarlo, todo lo contrario. El sistema corrupto se sostiene porque es lo más parecido a una estafa piramidal: empieza en la cúspide, con la corona, y acaba en una tumba de hielo y soledad. Que las lágrimas que no podemos hacer caer sobre nuestros muertos sirvan para que no olvidemos la diferencia entre un palacio y un hospital.

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