A mis poetas preferidos

Desde la Antigüedad clásica, la nocturnidad y la soledad creadora acompañan al poeta y al artista, ya que se dice que son seres nacidos bajo un astro sin luz y que viven de alguna forma sumidos en la melancolía. Pero se trata de una afirmación que en sí misma esconde su negación: es cierto que el creador, por su forma de ver y entender el mundo, goza de una sensibilidad diferente, es algo así como un tren vacío que respeta todos los andenes y todas las estaciones, a pesar de saber que ningún pasajero subirá a sus vagones y que en el silencio de la noche avanza por líneas de confusión y de límites que inevitablemente hay que traspasar, que decididamente hay que dinamitar.

Son muchas las noches que en el fulgor de las palabras las risas se convierten en la mueca perfecta de la felicidad no alcanzada; sin embargo, en otras ocasiones en el fulgor de esas mismas palabras, las risas evidencian una felicidad tan plena que alimenta el alma de los que nos sabemos insumisos de la vida, de los que nos escondemos en un lugar apartado y próximo, casi tan lejano como tu sonrisa que ya no recuerdo y tan próximo a tu adiós envuelto en sugus de menta.

Crecimos a golpe de palabras, a golpe de noches robadas a la madrugada. Crecimos pensando que crecíamos y sabiendo que nuestra conciencia era la nada de las nadas y eso no era demasiado importante, porque la nada era la respuesta que en nuestro exilio creador habíamos adoptado y asumido, mientras el gato se doblaba sobre tu hombro y yo me recogía entre tus rodillas. Recuerdo verte escribir, infatigable, y yo me recuerdo a tu lado, leyendo lo que escribiste hace mil años. Luego me dijiste que nunca te vi escribir, que jamás vi el gato sobre tu hombro, que nunca me acurrucaste entre tus rodillas y que el sugus de menta fue el insulto de un hombre enfermo que solo quería abrazar aquella ola furtiva.

Entonces supe cómo llamarte, soledad creadora, y ahora te leo fatigosa hasta el amanecer.