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El sindicato mantero y sus remedios contra el pensamiento único

Parlamentos al final de una manifestación

Julián Porras

En 1987, frente a la Asamblea General de las Naciones Unidas, el entonces Presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, dijo: “De Soto y sus colegas han estudiado la única escalera para el ascenso social. El libre mercado es el otro sendero hacia el desarrollo y el único sendero verdadero”. Reagan se refería al empresario e investigador peruano Hernando de Soto y sus colegas eran, supongo, los investigadores del Instituto Libertad y Democracia (ILD), uno de los think-tank más influyentes del mundo o, en otras palabras, una de las puntas de lanza neoliberales responsable del diseño e implementación de reformas legales durante los últimos 30 años y cuyo objetivo principal ha sido empoderar a los pobres de medio mundo.

De Soto saltó a la fama en 1986 por su libro El otro sendero, en el que sostenía que los trabajadores informales eran empresarios no reconocidos por el Estado. Para el autor, la desigualdad en el mundo del trabajo estaba ligada al torpe papel del Estado frente a las empresas, y no debido a los modos de producción, extracción y explotación dominantes. Esta visión de la pobreza en el que cada pobre es una empresa, perdón, una pequeña empresa, se convirtió en un leitmotiv internacional y de Soto su vedette.

Este mantra ha calado hasta los huesos las políticas sociales y económicas a nivel global, no solo como medida para los países menos desarrollados o en vías al desarrollo, sino también para los rincones, barrios, comunidades, pueblos y suburbios para los que el desarrollo pasó de largo o, tal vez, ni vino, ni se le esperaba. Lamentablemente, no solo se ha extendido geográficamente, también lo ha hecho a través del eje político izquierda-derecha. Y, por esto, no es extraño que cuando nos preguntamos por las medidas que se han tomado, por ejemplo, acá en Barcelona, para trabajadores informales como los vendedores ambulantes o los chatarreros de la ciudad, la respuesta sea inmediata: cooperativa.

No es necesario ir muy atrás en el tiempo para recordar el caso de los chatarreros sub-saharianos que ocupaban Ca l’Afrika en Poblenou Valley. De allí fueron desalojados cientos de ellos en 2013. Las soluciones del Ayuntamiento fueron vivienda temporal para algunos y la creación de la cooperativa Alencop –actualmente con 30 socios-. Ca l’Áfrika pasó de ser un símbolo que evidenciaba las desigualdades, la soberbia institucional y el racismo que se reproducen en la ciudad, a ser un modelo de gestión para esos otros trabajos y otros trabajadores. Los chatarreros pasaron de actor político colectivo a solo ser reconocidos en forma individual; pasaron de tener un lugar de y en la ciudad donde llevar a cabo su actividad, a ser difuminados y, al final de cuentas, atomizados y ocultados.

En Barcelona el proceso de higienización del uso de la calle, prohibición de actividades y procesos de regularización vino de la mano de las Olimpiadas del 92. Y tiene a Las Ramblas como espacio de pruebas. Allí se han seleccionado actividades y probado mecanismos de regularización para cada una de ellas, y luego se ha extendido del centro al resto de la ciudad. Músicos de calle, estatuas humanas y pintores se han visto sometidos a prohibiciones en el uso libre de la calle, limitación de plazas, registro y selección de artistas e inscripción en el censo de empresarios para algunos casos. Un modelo de gestión urbana que Barcelona mañana mismo podría vender a Medellín, Guadalajara o Río. Un meta-modelo que abraza a unos cuantos empresa-artistas para los rincones del Born, una cooperativa para los que no adornen y un Código de Convivencia y Civismo para el orden urbano.

El caso de los manteros de la ciudad no ha sido diferente. En la mano derecha doctrina policial y, en la otra, cooperativa para la sustitución de la actividad –adenda, enhorabuena a Diomcoop, la cooperativa impulsada por el Ayuntamiento que, aunque no puede ser la solución, sí es una herramienta útil-. Pero en la ciudad hay más posibilidades que las ambidiestras y ya están en marcha.

Hace un par de años surgió el Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes, un nombre a juego con las realidades evidentes, las instituciones del mundo del trabajo son muy estrechas y excluyentes. El Sindicato surge como institución paralela, resaltando que la venta ambulante es un trabajo como cualquier otro. Sumado a acciones de resistencia civil, como el Mercadillo Rebelde, para desmitificar la venta ambulante como algo relacionado con lo ilegal o con la idea de mafia.

Además, han tomado la calle como forma de protesta en contra el maltrato policial y el ocultamiento institucional. Han construido un relato y un discurso sobre lo que es la venta ambulante por medio de charlas, videos y presencia en las redes sociales. Han dado soporte a vendedores ambulantes judicializados. Han fomentado la creación de sindicatos pares en otras ciudades españolas. Han presentado, de la mano de otras organizaciones, una propuesta de ley para que se despenalice la venta ambulante. Crearon la marca social propia Top Manta, con la que buscan comercializar sus productos. Y ahora, han establecido un espacio físico, en alianza con la Librería Veusambveu en la calle Picalquers 2, en el corazón del Raval. Un espacio que es una tienda, un punto de encuentro, una embajada, pero, tal vez más importante, un elemento simbólico poderoso sembrado en la ciudad.

Pero, acaso todas estas acciones del sindicato ¿no crean un actor social?, ¿no sirven para apropiarse derechos?, ¿no sirven para reconocer el hacer de algunos grupos? Creo que sí, y además son buenas para la mejor excusa política, la economía. El reconocimiento de las acciones de los otros permite la construcción de valor y, que este sea legitimado por todos nosotros, permite la construcción de capital o, en palabras mágicas, riqueza.

La economía es un gran juego simbólico, y en la versión que jugamos ahora, la capitalista, conocemos algunas de sus reglas. Una es que lo que digamos que es útil e intercambiable es lo que importa. Pues ese ha sido uno de los resultados de las acciones del sindicato, mostrar que su hacer es útil y, algunas veces, también intercambiable. Y lo más importante, para nosotros -la sociedad sentada-, crea y creará lo que llamamos puestos de trabajo.

Por simple economía institucional -sin hablar de los principios de autogestión- el Ayuntamiento debería prestar algunos de sus recursos para que una organización como el Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes tenga éxito en sus múltiples iniciativas y salga del pensamiento único heredado del neoliberalismo más rancio de la solución empresarial y el control urbano. En un marco donde los derechos son provistos cada vez más en el ámbito urbano es necesario tener en cuenta un abanico de múltiples posibilidades y, muchas de ellas, hasta ahora no se han querido ver.

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