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'Imperial Dreams': ser negro, pobre y expresidiario en Estados Unidos

John Boyega en 'Imperial Dreams'

Francesc Miró

Que el racismo no es sólo cuestión de piel es algo que bien saben en países como Estados Unidos. La superpotencia, que ahora gobierna un presidente conocido por su verborrea racista, machista y xenófoba, tiene en su mismo ADN el término marcado a fuego. Desde su nacimiento como nación se establecen vínculos económicos y sociales en base a este tipo de diferencias. Desigualdades que se extienden al relato común de sus habitantes, que saben que en muchos sitios el color de piel también implica una cuestión de clase.

Lo decía Howard Zinn en ese monumental libro llamado La otra historia de los Estados Unidos: “Las naciones no son comunidades y nunca lo han sido. La historia de cualquier país, presentada como la historia de una familia, oculta los conflictos de intereses entre conquistadores y conquistados, amos y esclavos, capitalistas y obreros, dominadores y dominados por su raza o su sexo”. El prestigioso historiador, al que la cultura norteamericana debe tanto, contaba en las páginas de aquel estudio la crónica de quienes levantaron la nación que ahora dirige Donald Trump, que no fueron ni héroes ni presidentes.

Imperial Dreams, el debut como director de Malik Vitthal que acaba de estrenar Netflix, es exactamente eso: una lectura actual, sin alardes ni remilgos, de una nación que nunca ha sido una familia. Una mirada simple a lo que significa ser negro y pobre en los Estados Unidos de hoy.

La sinceridad del drama

Hace poco, leíamos alabanzas sobre el último drama social de Ken Loach. El realizador contaba en Yo, Daniel Blake la pesadilla burocrática de un carpintero de 59 años que no podía trabajar por sus problemas cardíacos. Un alegato contra la austeridad que le valió la Palma de Oro en Cannes, y que partía de un material que conoce muy bien. Loach lleva nada menos que cincuenta años poniendo el foco en las penas de la clase obrera británica.

No era tan fácil en cambio que un debutante desconocido como Malik Vitthal rodase una película tan sólida como Imperial Dreams sin la experiencia ni el bagaje de Loach. No es de extrañar que a su paso por Sundance tuviese un recibimiento dispar. En primer lugar, porque el cine independiente de EEUU ya tenía su drama racial de la temporada: la nominada al Oscar Moonlight. Y segundo, porque muchos vieron en su falta de sutileza y forma de narrar una constante intención moralizante. Lo cierto es que ésta es la misma con la que Ken Loach filma Yo, Daniel Blake.

Los parecidos de este filme con la película de Loach son más de los que cabría esperar. Se trata de un drama protagonizado por un joven que acaba de salir de la cárcel e intenta cuidar de su hijo huyendo del tráfico de drogas y la delincuencia que le habían metido allí. Pero el sistema no se lo pone fácil. Para apuntarse a la bolsa de trabajo público le piden un carné de conducir que está confiscado desde que salió de prisión. Y para recuperar dicho carné le piden 8.000 dólares en manutención atrasada que no pagó por estar entre rejas. Resulta que él sólo tiene 80 en los bolsillos y no tiene ni dónde dormir.

Con el ritmo pausado del buen drama social, Imperial Dreams construye un laberinto de problemas que ponen a su protagonista, reflejo lógico de la clase obrera negra contemporánea, entre la espada y la pared. ¿Es legítimo delinquir si el sistema no te deja otra?

John Boyega aguanta con dignidad el papel de total protagonista que le entrega una cinta hecha a su medida: sin alarde alguno, sutilezas ni medias tintas. Malik Vitthal prefiere ir directo al grano aunque eso le cueste un desarrollo dramático más conseguido o una lógica mayor en la sucesión de giros argumentales.

Es de alabar, no obstante, la sinceridad con la que se aborda el proyecto, que mantiene siempre un discurso basado en el respeto hacia la realidad. Sin exageraciones, pero con un extraño tono poético comparable al de la reciente y maravillosa Paterson. Como aquella, Imperial Dreams también dedica largas escenas a mostrarnos a su protagonista escribiendo, mientras una voz en off reinterpreta la realidad que vemos a simple vista. La dota de otro tono distinto.

Rejas fuera de la cárcel

Viendo el argumento de Imperial Dreams es fácil imaginar a Vitthal subrayando el libro de Howard Zinn palabra por palabra. Su debut narra la historia de un joven que lleva entrando y saliendo de la prisión desde los doce años. No es una persona ni mejor ni peor que las que viven en su barrio. Pero ha decidido que ya son demasiadas las veces que ha cargado con las culpas de los demás, y que va a integrarse en la sociedad.

Lo que no sabe es que, por mucho que lo intente, el sistema siempre le va a mirar por encima del hombro. Quienes deberían admitirlo como miembro de pleno derecho, lo señalan y repudian. Es un expresidiario y es negro.

“Las prisiones de EEUU han sido durante mucho tiempo un reflejo extremo del propio sistema norteamericano”, reflexionaba Zinn en La otra historia de los Estados Unidos, “en ellas veías claramente las duras diferencias entre ricos y pobres, el racismo sistemático y la falta de recursos de la clase más baja para desarrollarse”. Imperial Dreams reflexiona, en el fondo, sobre esa regla no escrita que reza que cuanto más pobre eres, más probable es que en algún momento des con tus huesos en la cárcel.

Según el historiador, “los pobres cometieron más crímenes. Pero es que los ricos no tenían que delinquir para conseguir lo que querían. Las leyes estaban de su parte y, de alguna manera, las cárceles de este país terminaron llenas de negros pobres”.

Imperial Dreams deja al descubierto que la cuestión del estigma de quien ha pasado por la cárcel está a la orden del día. Es un círculo vicioso: si la sociedad le pone la zancadilla a un recluso que intenta superar su pasado, éste puede verse abocado a volver a delinquir. Entonces la reinserción plena se vuelve una quimera. Un espejismo tan ineficaz como perverso.

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