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Sobre este blog

Periodista de formación, publicista de remuneración. Bilbaíno de paraguas y zapatos de cordones. Aficionado a pasear con los ojos abiertos pero mirando al frente y no al suelo, de ahí esta obsesión con las baldosas.

Monarquías que resisten

Carlos Gorostiza

Puede que haya hogares vascos que hayan sustituido a los Reyes Magos por el Olentzero, no digo que no, con niños que duerman tranquilamente la noche del día 5 de enero y se levanten por la mañana del 6 dispuestos a hacer vida normal, sin esperanza de regalos y dispuestos a pasar un festivo más, si acaso a seguir jugando con lo que les trajo el carbonero al inicio de las fiestas, si aún les dura. Puede que los haya, aunque yo no conozca ninguno.

Lo que sí compruebo es que niños y niñas son más listos, y también mucho mejores manipuladores que los adultos, de forma que a los que conozco ni se les pasa por la cabeza renunciar a ventaja alguna, menos aún cuando ésta llega rodeada de una lluvia de caramelos.

Así que el Olentzero, que empezó por ser una propuesta que trataba de poner acento euskaldun también a la Navidad, se ha convertido en una tradición de esas recientes (las que más nos gustan) que ha sido adoptada con entusiasmo por todos casi inmediatamente, pero sin que haya significado merma alguna de la devoción por los Magos de Oriente, a juzgar por la multitud que se congregó en el centro de Bilbao el pasado día 5.

Seguramente nadie pensó ni pretendió nunca que el humilde y popular personaje vasco sustituyese a los coloridos y exóticos Reyes ¿verdad?. Si alguien lo hizo, que lo dudo, habrá comprobado que no hay caso. Que las tradiciones quedan fuera del alcance de la autoridad y que cuando son alegres, incluso delirantes, arraigan bien firmes en la gente y no resulta nada fácil debilitarlas.

Supongo que, además de los pequeños de la casa, otros beneficiados de esta hiperinflación de magia navideña han sido los comerciantes, que saben que nadie es capaz de repartir la misma ilusión en dos episodios sin que alguno de ambos desmerezca. Así que los perdedores han acabado siendo, al alimón, las cuentas corrientes (y molientes) de las familias y quienes, cada vez más al margen de la corriente, protestan por la ola de consumismo y la pérdida de los valores religiosos de la Navidad. No parece que nadie les haga el menor caso, pero de todo ha de haber en la viña del Señor.

La aplastante victoria del bullicio demuestra que a las fiestas nos apuntamos como locos. Sobre todo si son de noche. Y que la cautela y la prudencia a las que nos obliga cada día el ciertísimo empobrecimiento general, decaen cuando llegan los festejos.

Ya falta menos para los carnavales, con sus pequeños o grandes dispendios y tiemblo de pensar en los presupuestos municipales para cabalgatas a medida que se vayan extendiendo otras tradiciones que seguro que adoptaremos con el mismo entusiasmo que las actuales. No hay más que comprobar la locura de Halloween en que se ha transformado el antes apacible día de todos los Santos.

Hay muchas para elegir, pero a mi, les digo la verdad, se me hace irresistible el año nuevo chino, con sus desfiles de dragones coloridos y sus petardos. Lo espero con paciencia pero sin duda alguna de que llegará. Esa cabalgata no me la pierdo.

Vladimir Putin ya nos ha mostrado el camino para transitar en tiempos de desafección y cabreo: bajando el precio del vodka. Puede que tenga razón y que la fórmula para hacernos perder un poco la cabeza y bastante la cartera sea la fiesta. Da la impresión de que en pocos milenios no hemos cambiado tanto: a falta de pan, bueno es el circo.

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