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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
Sobre este blog

No nos gusta la palabra “discapacitado”. Preferimos retrón, que recuerda a retarded en inglés, o a “retroceder”. La elegimos para hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen.

Las noticias sobre retrones no deberían hablar de enfermitos y de rampas, sino de la miseria y la reclusión. Nuria del Saz y Mariano Cuesta, dos retrones con suerte, intentaremos decir las cosas como son, con humor y vigilando los tabúes. Si quieres escribirnos: retronesyhombres@gmail.com

Una señora de Utah quiere que le paralicen las piernas para convertirse en retrona

Chloe Jennings-White disfrazada de retrona

Pablo Echenique-Robba

Y no, esto no es El Mundo Today. Estás leyendo eldiario.es.

Según nos cuentan los periodistas y ella misma en la noticia del Huffington Post que me mandó mi amigo Silvio, Chloe Jennings-White es científica, vive en Utah, tiene 58 años, está casada y quiere que un cirujano le corte algún nervio y así se le paralicen sus piernas, que, por otro lado, funcionan perfectamente.

Además, nos explican que tiene este intenso deseo desde los 4 años de edad, cuando experimentaba celos hacia los niños retrones y envidia de una tía suya a la que le tuvieron que colocar unas férulas en las piernas a causa de un accidente de bicicleta.

Lógicamente, y ante la negativa de cualquier cirujano ---que no pase consulta hasta las cejas de marihuana--- a convertirla en parapléjica, Chloe ha intentado autoparalizarse de diversas maneras. Su técnica es básicamente hacer el loco y la primera vez, a los 9 años, fue saltando en bici desde un escenario. Más recientemente, esquiando lo más al límite que puede, a ver si tiene más “suerte”.

No obstante, como el cuerpo humano es más duro de lo que uno piensa, Chloe sólo se hecho algún morado y aún sigue sufriendo día a día la insoportable carga de poder caminar, mientras busca un resquicio en la ética médica que le permita alcanzar su sueño.

La primera reacción ante este tipo de cosas ---para qué lo vamos a negar--- es partirse de la risa. Especialmente cuando lees que su esposa le aguanta que vaya en silla de ruedas por la casa, dejándole todas las tareas del hogar a ella.

Luego piensas: “Madre mía, cómo está la peña.”, pero, si le das un poco más de vueltas, al final llegas a la fase “Coño, ¿y si hay algo de verdad en esto?”.

Entonces, te pones a investigar un poco y, de hecho, en la propia noticia ya te facilitan el googleo: Resulta que Chloe padece (o eso dice ella) un problema psicológico llamado “desorden de identidad de la integridad corporal”, o BIID por sus siglas en inglés.

Así que ya está. Ahora que le hemos puesto nombre, estamos todos contentos. Chloe está malita. Como si tuviese la gripe.

Por supuesto, no pretendo simplificar el asunto, y no quiero sugerir que (todas) las enfermedades mentales que hay en Wikipedia no existen. Es obvio que la nosología de las enfermedades de la mente ---esto es, distinguirlas, definirlas, clasificarlas--- es mucho más complicada que la de las enfermedades infecciosas (¿tienes el virus?, pues ya está) o genéticas (¿te falta el gen?, pues ya está). Es obvio que, en ocasiones, es complicado decidir si lo que te pasa se puede curar pensando, hablando, yéndote de vacaciones o recibiendo una buena hostia con la mano abierta, o si es algo tan intrínseco a tu ser que no te va a quedar más remedio que vivir con ello toda la vida.

Pero también es obvio que un cierto “estado mental” no va a ser del segundo tipo sólo porque lo digan quienes supuestamente padecen la “enfermedad” junto con cuatro psicólogos y le hayan puesto nombre.

Si yo tengo, desde pequeño, una tendencia irrefrenable a darme la cabeza bien fuerte contra todos los semáforos que veo, no está claro que afirmar que padezco un “desorden de colisionamiento craneal semafórico” añada ninguna información nueva al universo más allá del reconocimiento de que estoy un poco tarumba y me gustan las palabras esdrújulas. O pensemos en un ejemplo más real, ¿qué diferencia hay entre decir “no consigo dejar de fumar” o decir “padezco tabaquismo”?

Así que dejemos la puerta abierta en el caso del BIID y démosle a Chloe el beneficio de la duda.

Por otro lado, quizás lo que realmente nos preocupa cuando nos preguntamos “Coño, ¿y si hay algo de verdad en esto?” sea “¿Me podría pasar esto a mí?” o “¿Cómo funciona ese deseo tan chungo? ¿Como se siente?”.

La respuesta, de nuevo, nos la da Wikipedia: La gente con BIID es comúnmente considerada psicópata.

Así que no. Si no eres psicópata, no te puede pasar a ti y, para saber cómo se siente... tendrías que ser psicópata.

Otra pregunta que siempre me he hecho yo ---especialmente cuando me levanto un poco mal pensado--- es cuál es la correlación entre la situación económica y la incidencia de, pongamos, BIID. Porque, claro, si resulta que los pobres no tienen BIID, igual es que tiene algo que ver con lo que los argentinos llaman “estar al pedo” y aquí en la Península Ibérica denominamos “estar ocioso” o “tocarse las gónadas”.

Cuando uno tiene la vida solucionada, puede cometer el error de empezar a pensar mucho en uno mismo, o incluso en temas aún más peregrinos.

No quiero ser malo, pero no me puedo resistir a mencionar que nuestra amiga Chloe, según escribe alguien que la conoce en este libro, “es una ávida entusiasta de las matemáticas y cómo pueden usarse éstas para atisbar el Eterno Misterio Trascendente”.

Eso cuando no está saltando en bici de los escenarios para quedarse parapléjica.

... y, mientras tanto, en el mundo real, un venezolano que perdió su brazo izquierdo se dedica a diseñarse prótesis eléctricas con las piezas que sobran en la ortopedia de su tío.

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