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El artículo 155 ayer y hoy

Meri Pita

Diputada de Podemos por Canarias —

No hay otra forma posible de ser en común que la que asume esa relación […] en que cada una de las partes se encuentra con el todo.

El desacuerdo. Jacques RancièreEl desacuerdo

La alargada sombra del artículo 155 de la Constitución ha vuelto a manchar de incertidumbre nuestro futuro democrático. Especialmente tras el anuncio de su aplicación que ha realizado el ejecutivo de Mariano Rajoy. De poco ha servido que desde la Generalitat hayan aclarado, antes de que se cumpliera el plazo establecido por el propio Gobierno, que el pasado 10 de octubre no se declaró de forma unilateral la independencia en Catalunya.

El Partido Popular, con el inestimable apoyo del Partido Socialista, ha decidido que la mejor manera de poner remedio a la extenuación que sufre nuestro modelo territorial es actuar con contundencia. Por eso, en lugar de buscar soluciones dialogadas a un conflicto que se ha enconado a voluntad de las partes implicadas, han optado por suspender, por primera vez en nuestra historia reciente, el autogobierno de uno de los territorios más singulares de nuestro paisaje plurinacional.

Bajo esta desatinada demostración de autoritarismo, sin embargo, laten otros intereses. Tras la puesta en funcionamiento de dicho mecanismo de auténtica excepcionalidad democrática se esconde además la intención de sentar un precedente en lo que se refiere a la gobernanza estatal, lanzando un clarísimo aviso a navegantes: el bipartidismo hará cualquier cosa para restaurar el orden que lo ha alimentado durante cuarenta años, incluido el uso de medidas constitucionales cuyas consecuencias no pueden ni siquiera preverse. Después de todo, en un momento de crisis de régimen como el actual, lo que le importa al poder no es tanto su legitimidad, como sí su capacidad para no mostrarse enclenque.

Solo en este sentido puede ser comparable lo que pasó en Canarias en 1989 con lo que está sucediendo hoy en Catalunya, puesto que, hasta la fecha, solo estas dos Comunidades han recibido un requerimiento para la activación de este artículo sombrío de nuestra Constitución (a pesar de los amagos que también llegaron a producirse en Euskadi).

Aquellos sucesos tuvieron lugar tres años después del ingreso de España en la Unión Europea. Un ingreso que, como recordarán, había dejado a las Islas fuera de ciertas instituciones comunitarias, como su régimen aduanero, por ejemplo. No obstante, el motivo de fondo que justificó que el Gobierno socialista, entonces presidido por Felipe González, enviara un requerimiento que amenazaba con la suspensión de la autonomía del Archipiélago, se basó en el temor a que la conciliación del mercado común con el fuero isleño (su Régimen Económico y Fiscal) resultara infructuosa, quedando en tela de juicio los pactos alcanzados durante la Transición bajo el eslogan del “café para todos”. Y con esa posibilidad sobre la mesa jugaba hábilmente el presidente de Canarias, Lorenzo Olarte, al repetir en Canarias y en Madrid que quizás al Archipiélago le convenía más adoptar el estatus de un “Estado libre asociado” que continuar como Comunidad Autónoma de un Estado nacional que se había empeñado en no comprender sus especificidades.

Ante la mera posibilidad de que la aplicación del 155 en el subtrópico hiciera saltar una parte de los acuerdos plasmados en la Constitución, dando por iniciada una tempranísima crisis territorial que bien podría haberse extendido a las nacionalidades históricas, Felipe González prefirió no tentar a la suerte. Por eso, en lugar de emplear la fuerza empleó a su Secretario de Estado de Hacienda, un cargo que casualmente ostentaba en aquel momento un joven Josep Borrell, para que iniciara el diálogo con los representantes canarios.

De modo que, en menos de doce meses, el Gobierno de España, que se sabía legitimado para para alcanzar un acuerdo de máximos con el ejecutivo insular, evitó que en año electoral se le sumara un nuevo frente a la batalla que ya libraba en todo el Estado con los grandes sindicatos. Y al final, el PSOE logró volver a ganar las elecciones generales y el Archipiélago culminó su ingreso en Europa, eso sí, conservando una parte de su acervo histórico.

De vuelta al presente, las dimensiones del problema al que ahora nos enfrentamos son, sin duda, algo más complejas. Al desencuentro territorial provocado por la negativa a reconocer la plurinacionalidad de España que padece el bipartidismo, hay que añadir el recorte a los servicios públicos esenciales que tales formaciones han protagonizado, valiéndose de la excusa de la crisis. Y también las consecuencias del seísmo institucional que ha provocado la corrupción y el uso partidista de las instituciones, que no en vano, han hecho posible que su poder haya resistido a cualquier otra forma de contrapoder.

Aun así, la fatiga del régimen ya no puede negarse, ni siquiera con el respaldo de la monarquía, que ha comprometido para siempre su papel constitucional como árbitro y moderador, al salir a dar veracidad a las decisiones autocráticas adoptadas en Catalunya por PP y PSOE. Lo que está por venir es el tramo final de un pulso que sostienen las élites con una importante porción de la ciudadana que desde el 15-M está convencida de la necesidad de alcanzar un nuevo horizonte constituyente. El equilibrio es precario y corremos el riesgo de involucionar, pero nosotras lo tenemos clarísimo: queremos una democracia en que las partes sean imprescindibles para construir el todo.

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