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José Luis Sampedro: ... y mejor persona

El humanista José Luis Sampedro. / Efe

Rosa María Artal

No por esperado, el mazazo es menor: ha muerto José Luis Sampedro. Ayer, lunes 8 de abril a la una de la madrugada. En su casa de Madrid. En su casa. Esta mañana, tal como él quería, ha sido incinerado sin avisar prácticamente a nadie. En total intimidad. Con la misma discreción que jalonó su vida. Solo después se ha contado.

Un economista –y profesor de economistas- pionero, de los que pensaba que esa disciplina ha de estar al servicio de la sociedad y alertaba de la deriva que estaba tomando desde hace muchos años. Un escritor sublime, lleno de sensibilidad y afán constructivo que deja una inmensa obra. Y, sin embargo, lo que más he admirado de él ha sido, es, su personalidad. Única. Excepcional. Pleno de lucidez, compromiso y una especie de ingenuidad incontaminada. Era alguien que enriquecía en cada aliento de su voz, en sus gestos. Siempre dispuesto a colaborar en las causas justas.

Quiero llorar desde un rincón lo mucho que le quiero pero también me veo un poco impelida a compartir lo que él y su muerte me inspiran. Hace tiempo que él quería irse. Al lado de su mujer, Olga Lucas, de su hija Isabel, de Amaya, su mano derecha, de un reducido grupo de amigos, ha tenido una vejez maravillosa. Una segunda oportunidad de vida, como no dejaba de recalcar. Pero desde hace unos años sus facultades se venían deteriorando. Por eso en uno de sus últimos cumpleaños, 94, en la Cala de Mijas, su brindis fue:

“Esto es la vida. Animaos todos. Porque se puede llegar a los 94 años y más, siendo feliz. Aunque uno se levante y se tenga que poner la boca, los ojos y los oídos. Se puede ser feliz a pesar de los jefes y de que muchas de las cosas que nos rodean nos parezcan impedimentos. Por nosotros mismos. Tenéis una vida. Cada uno la suya. ¡Aprovechadla!”.

Nos despedíamos cada vez que nos veíamos. Si los sentidos fallaban, parecía potenciarse aún más si cabe su enorme talento, su empatía con los demás. Y su mano seguía apretando, con calor y fuerza, en cada hasta luego. En este 1 de febrero cuando alcanzó los 96 que serían los últimos. Siempre daba las gracias. Sinceras. Asombrosa humildad.

Le gustó mucho que le concedieran el Premio Nacional de las Letras 2011, que el Ministerio, presidido ya por Wert, tardó tanto en entregar que ya no era sensato acudir al acto. En su sencillez, le hacía ilusión, de alguna manera inscribirse en la historia de los fundamentales, algo así como tener razón. Que lo uno, no quita lo otro.

En los recuerdos que se le prodigan –muy justos- no faltará el repaso de su obra. En ella tenemos para releer y atesorar su riquísimo pensamiento y debemos hacerlo para afrontar los duros momentos que vivimos y que tanto le preocupaban. Una auténtica guía.

Yo me quedo con la figura de un hombre entrañable, profundamente comprometido, humano. Sus logros le costaron esfuerzos. A los 16 años ya era funcionario de Aduanas por oposición y allí empezó a escribir en el reverso de los partes. Luego la carrera de Economía. La docencia. Los libros. Los puestos internacionales. Se exilió, harto. Alguna vez decía que España se había exiliado de nosotros. Ésta. La que se ha reproducido amargamente, hasta enturbiar el último año de este hombre que veía repetirse los errores por cuya erradicación luchó.

Le gustaba el otoño. Y el mar. Era historia viva. Hasta me contó los avatares de una pionera del periodismo: Josefina Carabias, empleada de camarera en el Palace para obtener información. Le gustaba la música y canturreaba canciones. Un agudo sentido del humor con el que aliñaba cuanto hablaba, porque los atropellos no pueden quitarnos hasta eso. Una especie de fragilidad en su fuerza que invitaba a abrazarle para extraer de él también su ternura.

Lo peor de la muerte es que deja un vacío, una ausencia. Porque José Luis Sampedro ha tenido una vida plena, insobornablemente libre, coherente. Y se ha ido en paz. Y eso nos deja consuelo. Ese doble sentimiento de dolor y conformidad. Sé que quiere que arropemos a Olga, si se deja. A lo mucho que vale. Ha entregado su vida a él. Demasiada densidad para desprenderse de una presencia tan rotunda.

Nos ha dejado frases, ideas, que invitan a no cejar nunca en la lucha. Pero ahora, en este especial momento, lo que me vienen a la memoria son los versos del poeta José Ángel Valente:

De ti no quedan más

que estos fragmentos rotos.

Que alguien los recoja con amor, te deseo,

los tenga junto a sí y no los deje

totalmente morir en esta noche

de voraces sombras, donde tú ya indefenso

todavía palpitas“.

El amor lo tiene, desbordado. Y no dejaremos morir el inmenso ideario que nos ha legado. La búsqueda del pensamiento crítico, de la verdadera libertad.

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