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Rodolfo Walsh y la ametralladora de escribir

Imagen de Rodolfo Walsh en una exposición de retratos de víctimas de la dictadura militar, en Buenos Aires, en abril de 2012. EFE / Leo Lavalle

Manuel Fernández-Cuesta

“A nosotros nos tocará desmontar alguna de las rueditas del engranaje. Lo haremos con mucho placer.”

R. Walsh, Voz Popular, octubre, 1961

“La primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 me llegó en forma casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez, se hablaba más de Keres o Nimzovitch que de Aramburu y Rojas, y la única maniobra militar que gozaba de algún renombre era el ataque a la bayoneta de Schlechter en la apertura siciliana.” Así, con precisión de platero, arranca Operación Masacre (1957), de Rodolfo Walsh (1927-1977), escritor y periodista argentino, fundador de eso que la crítica norteamericana llamaría -años después- gracias, sobre todo, a Truman Capote, A sangre fría (1966), “nuevo periodismo”.

Se confundían. Rodolfo Walsh, mitad de los cincuenta (“si mi pluma valiera tu pistola de capitán”, escribió Machado a Líster), ya era un combatiente dotado de una exquisita técnica narrativa, mezcla de periodismo de investigación y estrategias de novela negra: nonfiction novel. Comprometido con la verdad, rara cualidad en el periodismo actual (por múltiples y diversas razones), Walsh, desmintió, una vez más, con estos reportajes, “el mito de la objetividad periodística”, el mito de la equidistancia. Víctima y verdugo no pueden tener el mismo tratamiento, el mismo espacio.

La prensa vive momentos de incertidumbre que la crisis financiera ha magnificado. El modelo clásico de negocio -con perdón- del papel pierde lectores tanto por la irrupción masiva de nuevas tecnologías y otras formas de comunicación, con sus ágiles soportes, como por la caída, importante, de los ingresos publicitarios. Por debajo, río negro, circula, sombra del poder, la evidente pérdida de legitimidad de los grandes medios de comunicación, valor moral, intangible, que ha pasado a ciertas ventanas digitales cuyo capital social no está inmerso, en principio, en grandes especulaciones bursátiles y financieras.

Nadie es neutral en un tren en marcha, tituló el historiador Howard Zinn su autobiografía. Este postulado, contra la neutralidad, contra la supuesta imparcialidad del periodismo (que no debería ser otra cosa que el reflejo de la realidad, sin más mediación que el contexto, la veracidad -probada- de los hechos y la mirada), fue uno de los enunciados que, con intensidad, defendió Walsh a lo largo de su agitada, y sin embargo corta, carrera profesional.

Armado con una máquina de escribir, Underwood color ceniza, bayoneta calada contra la impostura, cofundador, con García Márquez, entre otros, en La Habana, por encargo de Ernesto Guevara, de la Agencia de Prensa Latina en 1959 y, tras el golpe militar de Videla, de la Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA, 1976), militante crítico montonero, Walsh vuelve despacio a las librerías en excelentes ediciones (Operación Masacre, 451 Editores, 2008; ¿Quién mató a Rosendo?, 451 Editores, 2010; Cuentos completos, Veintisieteletras, 2010; El violento oficio de escribir, 451 Editores, 2011), libros que permiten descubrir, más allá de la calidad de su prosa, que existe otra forma de contar las cosas y que la realidad, o eso que se conoce por realidad, no es solo un interesado teletipo procedente de una poderosa agencia de prensa.

Entre W.R. Hearst, dueño de casi treinta periódicos de carácter nacional, radios y revistas en EE UU. alrededor de 1945, y Silvio Berlusconi, con su colorido imperio mediático y sexual a cuestas, no existen diferencias mayores: ambos han usado su poder mediático para orientar la opinión pública en beneficio personal o político. En España no sería difícil, escalar menor, encontrar concomitancias parecidas. La mano de la interesada desinformación es alargada.

Leonardo Padura, en el prólogo a la edición cubana de Operación Masacre y ¿Quién mató a Rosendo?, Fondo Editorial Casa de las Américas (2006), escribía: “Rodolfo Walsh, como García Márquez, Capote o Norman Mailer, cada uno desde sus necesidades y objetivos, desde sus experiencias y capacidades, se impusieron a conciencia no a la violación de principios establecidos para el periodismo, sino su enriquecimiento, su dignificación.” Esta podría ser una de las claves del periodismo de calidad que cualquier democracia requiere para su natural funcionamiento.

Sin embargo, resulta notorio que cuando el periodista vela más por el respeto a su empresa (y línea editorial) que a la verdad, la información, tal cual, desaparece. Amicus Plato, sed magis amica veritas. “El respeto por la experiencia humana, la comprensión que surge de una solidaria comprensión del otro, el conocimiento adquirido y divulgado a través de la honestidad moral e intelectual: seguramente estos son en la actualidad objetivos menores, e incluso más asequibles, que el reduccionismo que surge de la confrontación y la hostilidad”, se puede leer en la Introducción, fechada en 1981, de Edward W. Said, de su libro Cubriendo el Islam.

El periodismo, hoy, debería ser redefinido, pese a las diferentes formas de censura, como la conciencia imprescindible para la comprensión del mundo.

En una sociedad dominada por el artificio y el interés, secuestrada por contratos de vasallaje (y fidelidad) impuestos por los consejos de administración, esencia jurídica del nuevo feudalismo, no parece que el periodismo, como lo entendía Walsh, tenga demasiado espacio. Frente a este despotismo de la falsedad, el autor de Carta abierta a la Junta Militar, levantó un monumento a la verdad, a la participación del cuerpo social en la cadena de información, entendida como una toma de conciencia colectiva -a modo de una ontología de clase- para afrontar la realidad. Es difícil acceder a la libertad de pensamiento y acción sin una información veraz.

En este sentido, resulta imprescindible recordar aquí que, en 1976, las notas e informaciones de ANCLA y Cadena Informativa arrancaban con esta definitiva leyenda: “Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo, oralmente. Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán esperando. Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. Derrote el terror. Haga circular esta información.” La actualidad de ciertos textos, aunque el tiempo histórico y las circunstancias sean diferentes, provoca miedo. Todavía.

“Para escribir hace falta valor y, para tener valor, hace falta tener valores. Sin valores, más vale callar”, anota Pascual Serrano, uno de los periodistas independientes de mayor prestigio en la actualidad. En la nota inicial a Los irlandeses, tres cuentos recogidos por El Aleph (2007), el escritor y crítico Ricardo Piglia cita unas palabras del Diario de Walsh: “A un hombre riguroso le resulta cada año más difícil decir cualquier cosa sin abrigar la sospecha de que miente o se equivoca”. Consigna de orden o epitafio, esta afirmación debería presidir, pese a las presiones y el miedo, la actividad periodística. Quizá, siguiendo esta línea de comportamiento, su recuperación, necesaria, sea todavía posible.

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