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La máquina de manipular no respeta ni a los Mossos ni a los muertos de Barcelona

Mossos patrullan el Paseo Marítimo de Barcelona

Iñigo Sáenz de Ugarte

La confirmación del fin del grupo terrorista montado por Abdelbaki es Satty en Ripoll y la valoración positiva de la actuación de la Policía catalana arrojaron una sensación de inmenso alivio después de varios días de dolor y miedo. La sociedad española pasó por un trauma similar en 2004 y pudo recuperarse, aprender de los errores cometidos y hacer justicia a través de los tribunales. Siempre hay un primer día para ponerse a ello.

Estaba claro que el proceso tenía que repetirse ahora, porque nadie puede poner fin a una tragedia como esta con una sensación de victoria. Hay muchas cosas que aprender para intentar que no se vuelva a repetir, sin que tengamos la total seguridad de que no volveremos a ser atacados de esta manera. Sería estúpido pensar eso. Otras ciudades europeas han pasado por ello en los últimos años. 

Algunos han decidido que menos de una semana después de los atentados era necesario moverse rápido para que los otros pagaran un precio político. La cercanía del referéndum de independencia que la Generalitat pretende convocar ha hecho que se hayan apresurado a atacar la reputación profesional de los Mossos y por extensión del Gobierno catalán y del Estatuto que establece sus competencias en asuntos de seguridad. 

Los comunicados de los partidos políticos, agrupados en el pacto antiyihadista, hablan constantemente de la imperiosa necesidad de la unidad ante la amenaza terrorista y del apoyo colectivo que hay que prestar a los organismos policiales y judiciales que están en primera línea en la lucha contra los yihadistas. Parece que ese llamamiento admite unas cuantas excepciones en función del lugar donde se produce el atentado. 

En primer lugar, se inventó el bulo de que Carles Puigdemont se había apresurado a mezclar el atentado de Barcelona con el proceso independentista. Hasta llegó a ser motivo de una viñeta en El País. Cuando se llega a ese punto, los desmentidos sirven de poco.

Lo que ocurrió después fue más grave, porque no tenía que ver con lo que dijo o no dijo un político, sino con la labor de investigación realizada por los Mossos en unos momentos de máxima tensión. Hubo errores que no se pueden negar (anunciar que no se preveían más atentados después de lo ocurrido en La Rambla, fallar en el primer análisis de la explosión de Alcanar) y sobre todo momentos en que la policía sólo podía reaccionar ante lo que se le veía encima. Adelantarse a las intenciones de un grupo de fanáticos que sólo unos días antes eran unos jóvenes modélicos en su pueblo resulta por definición bastante difícil. Ellos sólo tenían que elegir el lugar del siguiente ataque. 

Antes de ir a por los Mossos, fueron a por Ada Colau con la polémica artificial de los bolardos. La impresión que se quiso dar fue que la instalación de trozos de metal de 90 centímetros hubiera impedido el atentado, como si La Rambla fuera el único lugar de una ciudad de 1,6 millones de habitantes donde se podía producir una matanza. 

La presa mayor de la caza era la Policía catalana. El disparo que se quería definitivo fue la noticia de que un policía local de la ciudad belga de Vilvoorde había pedido información hace 17 meses a un agente catalán al que conocía sobre Abdelbaki es Satty, aspirante a imán en esa época y ahora artífice de los atentados. “La alerta belga sobre el imán de Ripoll llegó a los Mossos”, tituló en primera página El País. “La policía belga se dirigió a los Mossos para advertir del imán”, fue el titular de El Mundo. En la apertura de la sección, se leía: “Bélgica se dirigió a los Mossos”.

Conclusión obvia del lector. La Policía belga había informado a los Mossos sobre el peligro que suponía un sospechoso de terrorismo y no se había hecho nada. 

La impresión es falsa. Las alertas policiales sobre una amenaza real o incluso inminente no se hacen entre policías locales o regionales. No llega a tanto la descentralización en Europa. Se hacen entre las policías nacionales que mantienen, o deberían mantener, una colaboración constante. Lógicamente, en España a través del Ministerio del Interior y el Cuerpo Nacional de Policía. Un contacto personal entre dos policías que se conocen –con una petición de información sobre alguien del que se sospecha una radicalización, pero que no ha cometido ningún delito ni forma parte de un grupo yihadista o salafista– no alcanza ese nivel de alarma, aunque los titulares empleen la palabra 'alerta'.

Sindicatos policiales y asociaciones de la Guardia Civil se habían unido al cerco con argumentos tan sólidos como que “a lo mejor” la tragedia se habría evitado si sus Tedax hubieran entrado en la casa de Alcanar. Al día siguiente, los terroristas, con sus planes desbaratados por la explosión, ya habían decidido continuar hasta el final. 

Los mismos medios que no cesan de hablar del cumplimiento de la ley para denunciar las intenciones de los independentistas se olvidaron esta vez de lo que dice el Estatuto sobre el carácter integral de los Mossos como policía y reclamaban que se aplicara una versión policial del artículo 155 de la Constitución con la que se confiscarían esas competencias y se encargaría a la Policía y la Guardia Civil la investigación. Y eso que desde el primer día los gobiernos central y catalán afirmaron en público que la coordinación entre administraciones y cuerpos policiales estaba funcionando.

No era así para el editorial de El Mundo de este jueves: “La patrimonialización tan exagerada que los Mossos están haciendo de la investigación del atentado es responsabilidad de unos cargos políticos obsesionados con el proceso independentista”. Por patrimonialización, entiéndase aquí aplicar la ley.

El Español de Pedro J. Ramírez destacó “tres aciertos y seis fallos” de la actuación de los Mossos, un balance nada positivo. El número seis llevaba trampa. De los seis fallos consignados, uno son los inevitables bolardos; otro, un fallo de inteligencia previa al atentado del que se dice que es responsabilidad de todas las fuerzas policiales; otro, una operación Jaula que no supo detectar a un fugitivo que se fue andando en una ciudad de 1,6 millones; y por último, el ya mítico “aviso de la CIA” que no suele tener a policías regionales o locales entre sus interlocutores habituales.

La imagen pública de la investigación cayó en manos de los Mossos –con sus consiguientes riesgos fácilmente imaginables y en aplicación de la ley que de repente ya no parecía tan importante–, y existe el consenso bastante generalizado de que la labor de comunicación personificada en el mayor Josep Lluís Trapero fue efectiva y valiosa. Por eso, se extendió el temor en algunos ámbitos a que el Gobierno catalán se viera beneficiado políticamente, y por tanto había que utilizar cualquier arma para impedirlo.

Hay que insistir en una idea si lo primero es cierto: si Generalitat se ve favorecida, será por cumplir la ley, dejar que los policías hagan su trabajo y no presionarles en público de forma exagerada y poco realista. Por una vez, esos políticos no han intentado correr en todas las direcciones, un estilo del que hemos visto unos cuantos ejemplos en el Gobierno de Puigdemont desde las últimas elecciones. 

De hecho, la única declaración pública de un responsable político de alto nivel claramente equivocada se produjo cuando el ministro de Interior declaró desarticulado el grupo de terroristas por su cuenta y riesgo y antes de tiempo. Quizá Zoido empezaba a poner nervioso por los efectos políticos de la investigación y se puso a improvisar, porque lo que no se puede negar es que el Gobierno de Rajoy se movió en esos días en público con serenidad y sin poner palos en las ruedas de los Mossos. 

Está claro que Abdelbaki es Satty escapó de las redes de vigilancia que tienden las policías y servicios de inteligencia de Europa. Un hombre sin rumbo y comido por el odio cayó en el mejor lugar posible para sus intereses. La comunidad en la que se movía no pudo detectarle a tiempo. Jóvenes que eran un ejemplo para sus familias fueron convertidos en asesinos. Sólo su escasa preparación para fabricar un explosivo impidió una tragedia mayor.

Como con otros atentados, es un fracaso colectivo del que habrá que sacar conclusiones porque lo reclama toda la sociedad. Lo que ocurrió después de la explosión de Alcanar no fue una victoria para todas las fuerzas policiales implicadas. Quince personas murieron asesinadas y un centenar sufrió heridas que nunca olvidarán. Para hacer balance, no vale con decir que podría haber sido peor. 

Quizá habría sido demasiado pedir que la máquina de triturar y manipular no se hubiera puesto en marcha tan pronto. Que hubiera esperado a que se enterrara a los muertos y a la manifestación del sábado. Que todos esos llamamientos a la unidad ante el terrorismo fueran sinceros. 

Pero en el estado actual de la política española, parece que eso era pedir demasiado.

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