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El conservadurismo del PP y su lucha contra las mujeres

Cospedal, Sáez de Santamaría y Rajoy en una foto de archivo en el Congreso

María Eugenia R. Palop

Aunque el feminismo es plural y no es ni puede ser patrimonio de nadie, parece evidente que, en la práctica, los gobiernos conservadores, incluso en su faz liberal-conservadora, han supuesto un golpe desastroso y letal en la vida de las mujeres. La obsesión por una meritocracia mal entendida, sin mayores correcciones en los puntos de partida, el desmantelamiento de ciertas políticas sociales, el abierto desdén por las acciones afirmativas, la tajante división público-privado, la protección de la familia heteropatriarcal, la conservación de la cultura en su versión más reaccionaria, la alianza con las iglesias y los poderes establecidos, la protección de las élites o el clasismo, han sido marcas indelebles del conservadurismo político, y han obligado a retroceder a las mujeres no pocas veces en la historia. Los gobiernos conservadores se han debatido a menudo entre la indiferencia, el desprecio y el insulto hacia las mujeres, a las que han visto, fundamentalmente, como reproductoras y “reinas” del hogar.

En nuestro país los sucesivos gobiernos del PP se han situado abiertamente en esta órbita por más que Esperanza Aguirre o Andrea Levy hayan querido enarbolarse como luchadoras por la autonomía de las mujeres y la igualdad de género, sin que se haya sabido jamás que han querido decir con eso. El PP presentó en su momento un recurso de inconstitucionalidad contra la ley de igualdad y también contra la ley del aborto de Zapatero; ha marginado a las mujeres solas del acceso a las técnicas de reproducción asistida; ha legislado contra la prostitución sancionando a las prostitutas; ha protegido los desmanes misóginos de la casta eclesiástica, sus publicaciones, su presencia pública y sus proyectos educativos; ha vaciado de contenido presupuestario la ley contra la violencia de género; y ha apostado por una política de recortes que se ha cebado con las mujeres (el porcentaje de trabajadoras pobres en nuestro país (12,2%) sólo es superado, en la UE, por el que se registra en Rumanía - 15,3%). Y esto son solo algunas perlas de su inigualable política “igualitaria”.

Ahora, apenas estrenada la legislatura, y no conformes con esto, el Instituto de la Mujer se ha convertido en un auténtico despropósito; en la contradictoria mano ejecutora de un machismo de Estado del que será muy difícil recuperarse. En los últimos días, el Instituto ha suspendido las ayudas para impulsar la igualdad salarial entre hombres y mujeres en las pymes, ignorando, sin pudor, lo que ordena la ley vigente. No importa que la brecha salarial se sitúe hoy, según UGT, en un 24%, y que el 70% de quienes cobran un salario mínimo en España sean únicamente mujeres. O que sean ellas las que ocupan el 80% de los puestos menos cualificados, aunque no necesariamente por estar menos cualificadas, y que esto se acabe traduciendo en las bajísmas pensiones que, con el tiempo, disfrutan en su vejez.

Hace unos días, el Instituto de la Mujer suspendió también el procedimiento de concesión de subvenciones para la realización de postgrados y actividades feministas en las universidades, incumpliendo, una vez más, la letra de la ley, y en la idea, seguramente, de que esta formación no era, en realidad, tan importante. La Plataforma Universitaria de Estudios Feministas y de Género, que agrupa a unas 30 universidades, se reunió en Madrid el 20 de enero para instar al Ministerio a dar explicaciones sobre este corte de financiación, uniéndose a las iniciativas que ya se plantearon desde el PSOE y En Comú Podem en el Congreso, y a fin de diseñar un plan de acción para hacer frente a los 300.000 euros que habían desaparecido sin previo aviso.

En un país en el que la violencia de género siega la vida de entre 50 y 70 mujeres al año, con una cultura patriarcal y misógina profundamente arraigada, y con índices de desigualdad apabullantes, la formación feminista resulta totalmente necesaria, pero está claro que esta es una cuestión de segundo orden en la sagrada biblia del Gobierno.

La verdad es que el rápido ascenso de partidos y líderes conservadores en buena parte del mundo es un pésimo augurio para las mujeres aun cuando, como en el caso de Le Pen, se hayan adaptado a una retórica feminista tan falsa como oportunista. Trump, ese presunto prostituyente, cada vez en mejores condiciones para “agarrar por el coño” a las mujeres, la Rusia de Putin, Erdogan, en Turquía, han levantado ya algunas dolorosas ampollas.

El conservadurismo político se orienta, por definición, a mantener y proteger las tradiciones culturales, religiosas, o del carácter que sean, en la idea de que lo que ha existido siempre, por tal razón, debe seguir existiendo, y muchas de estas tradiciones lastran a diario la vida de las mujeres. Esta idea conservadora es la que ha animado, por ejemplo, al Parlamento ruso a debatir la despenalización de la violencia doméstica de carácter leve y no reincidente, convirtiéndola en una simple falta administrativa, y a la iglesia ortodoxa a apuntarse a la barbarie siempre que esa violencia se haya practicado “desde el amor”.

Con esta propuesta, en Rusia solo se activaría la vía penal si en el plazo de un año el agresor vuelve a maltratar a la mujer y siempre que sea la propia víctima quien reúna las pruebas y acuda a los tribunales, porque la justicia no actuaría de oficio. Por supuesto, la normalización de la violencia que esta medida supondría, y la profunda desprotección que sufren las víctimas, no haría sino dificultar enormemente que tal violencia se denuncie. Y todo esto sucede en un país en el que, según el propio Ministerio del interior, muere una mujer por violencia doméstica cada 40 minutos y unas 36.000 son golpeadas diariamente por sus parejas (aunque la mayor parte de los casos siguen ocultos).

En fin, los conservadores, del signo que quieran, representan un retroceso para las mujeres, no solo por la terca defensa que hacen de las tradiciones y la familia convencional, sino porque conciben la violencia de género como un acto “privado” y pretenden englobarlo todo en la etiqueta “violencia doméstica”, tanto los malos tratos que pueden recibir los hijos por parte de sus padres, como los que recibe una mujer por parte de su pareja o expareja, sin distinguir un supuesto de otro, y obviando el diferente problema social que representa cada uno. Esta indistinción que condena a las mujeres a la marginación y al aislamiento en un espacio privado ostracitado, es la que en España ha defendido también el Partido Popular para el que ni existe el patriarcado, ni existe tampoco ninguna violencia específica contra la mujer.

En fin, dado que los partidos conservadores o bien niegan la existencia de estructuras patriarcales de dominación o bien no encuentran nada de malo en ellas, no tienen ningún motivo para articular políticas intervencionistas en favor de las mujeres, ya sea en el ámbito doméstico, laboral o educativo, y por esta razón, está claro que han constituido y seguirán constituyendo una auténtica lacra en la lucha por sus derechos.

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