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¿Qué modelo económico nos deparará el futuro?

Economistas Sin Fronteras

Alejandro Represa Martín —

Nos encontramos en una tremenda encrucijada, al ser incapaces de programar para el futuro el modelo económico que entonces vayamos a necesitar, y eso es debido a que estamos tan anegados en el actual (de esto comentó algo Santiago Carrillo, a lo que luego me referiré) que nos vemos impotentes para concebir uno diferente.

En el año 2000, 189 países se comprometieron con los Objetivos de Desarrollo del Milenio hasta 2015, para intentar, entre ellos, reducir a la mitad el hambre en el mundo. Ante el escaso éxito conseguido la ONU incorporó en septiembre de 2015 la Agenda 2030, ahora con 17 objetivos (frente a los 8 del año 2000), y la finalidad en este caso no sólo de reducir, sino de terminar definitivamente con el hambre y la pobreza. Objetivos que ya no se dirigen exclusivamente a países empobrecidos, sino a todos en general.

Actualmente, según la FAO, hay capacidad de producir alimentos para unos 12.000 millones de personas en el mundo, y a pesar de ser poco más de 7.000 millones los que vivimos en él, al parecer no hay comida suficiente para todos, por lo que cabe preguntarse ¿por qué con tal capacidad de producción de alimentos pasan hambre alrededor de 1.000 millones de seres humanos?, resultando también incomprensible que exista la enorme desigualdad entre la minoría de gente rica y la impresionante mayoría de pobres que habitan en el mundo.

Pero, tristemente, a gran parte de la ciudadanía que vive medianamente bien no parece preocuparle demasiado, como tampoco le crea inquietud alguna la situación límite a la que estamos sometiendo los recursos naturales del planeta, dañándole además con las emisiones de gases que provocan el efecto invernadero causante del calentamiento global.

Desde luego, como sigamos permitiendo que cada día haya más y más pobres, y como continuemos expoliando sin freno los recursos naturales de la tierra, además de los ya comentados daños climáticos que la infringimos, dentro de no muchos años tendremos serios problemas, pues el ser humano tiene un límite, y cuando los recursos naturales se agoten y el hambre rebase lo humanamente soportable, quizás entonces nos sorprendamos por lo que pueda llegar a ocurrir.

Sobre todo, debemos ser conscientes de que el hambre no es una maldición bíblica como las siete plagas de Egipto, y que no afecta casualmente a unos países sí, y a otros no. Las causas del hambre son políticas, y por eso hay que practicar la justicia social y aplicar adecuados métodos distributivos.

Con sólo facilitar ayuda humanitaria a los países empobrecidos, que sin duda les urge por ser su sufrimiento presente (y que con grandes esfuerzos tratan de paliar las ONGs) no solucionamos sus problemas definitivamente; lo que necesitan esos países es poder desarrollarse por sí mismos, y para eso, entre otras cosas, debería facilitárseles la posibilidad de participar en el comercio internacional, pues éste conlleva ganancias importantes, y ya que las grandes empresas transnacionales de los países industrializados abren mercados continuamente, sus gobiernos debieran instaurar leyes que permitan participar equitativamente de esas ganancias a los países más pobres, y en especial a los que son objeto de tales negocios.

¡Y qué decir de los refugiados que huyen del horror de las guerras de sus países, así como de los inmigrantes que también huyen del horror del hambre en los suyos! (situaciones causadas en gran medida por el afán de enriquecimiento de nuestro mundo rico).

Pero, de nada de eso parecen sentirse responsables esos políticos europeos que tanto vigilan el cumplimiento del déficit, y que para lograrlo son capaces de asfixiar económicamente incluso a sus propios socios comunitarios. Y nosotros, los ciudadanos españoles, así como los griegos, italianos o portugueses (casi 130 millones de habitantes), que somos parte de esos socios a los que asfixian, ¿hasta cuándo vamos a permanecer callados soportando que lo hagan?

Y es que, este capitalismo salvaje se apodera de todo y de todos sin que apenas nos demos cuenta de ello. Algunas declaraciones de personalidades de la izquierda lo han resumido con claridad:

Santiago Carrillo, el conocido y ya desaparecido líder comunista, a cuyo comentario me refiero al principio de este artículo, lo expresó en junio de 2003 en un programa de TVE (“negro sobre blanco”): “La izquierda hoy se ha dejado anegar por el neoliberalismo, por el pensamiento único. En la práctica, a los votantes les es muy difícil diferenciar donde está la derecha de donde está la izquierda. Creo que esa es la triste realidad de hoy” (minuto 57 del vídeo).

Más recientemente, en este último mes de agosto, Cinzia Arruzza, profesora de Filosofía en la New School for Social Research de Nueva York, feminista y militante socialista italiana, expuso en la VII Reunión de la Universidad de Verano Anticapitalista, celebrada en la Granja (Segovia): “Creo que sobre todo en Europa, porque en EEUU nunca tuvimos un movimiento obrero real excepto en los treinta, se ha cerrado un ciclo. El ciclo de la clase obrera, de la socialdemocracia y de los sindicatos se ha acabado por varias razones. Entre ellas, la transformación de la socialdemocracia en liberalismo y de los sindicatos en organizaciones empresariales. Hay que repensar la organización política, porque la forma tradicional de los partidos está en crisis”.

De tales opiniones (entre otros pronósticos) podemos deducir que no se va a solucionar el problema sólo con que los gobiernos sean dirigidos por políticos de derechas o por políticos de izquierdas, pues todos están contaminados por este modelo económico de tal manera que se sienten incapaces de transformarlo.

A mi juicio, esta realidad está muy afianzada, y de nada van a servir en el siglo XXI ideologías de la época de la Revolución Industrial, como tampoco a ésta le sirvieron las de la Edad Media. Y además, ahora, los problemas no sólo son los derivados de las crisis económicas, sino que se deben a múltiples circunstancias, todas ellas, sin duda, relacionadas con el egoísmo y la irracionalidad de los que poseen gran poder económico, y de los gobiernos que les reverencian (casi todos).

Y puesto que estamos ante un auténtico cambio histórico, un cambio de era, deberíamos aceptarlo y saberlo aprovechar para que, lejos de la absurda obsesión por el crecimiento económico y el consumo (que a tantos fascina, y es causa de tanto desatino), buscáramos nuevos valores, como el de la incipiente economía colaborativa (y otros similares), que nos permitan corregir los gravísimos problemas que aquejan a este mundo, ya que, de seguir por este camino, no sólo agonizará el capitalismo neoliberal, que confiemos suceda, sino que también lo hará la humanidad en su conjunto.

Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor.

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