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El Estado Islámico y los límites del bioterrorismo

El Gobierno iraquí reconoce que Estado Islámico tiene acceso a armas químicas de baja intensidad. / Foto: Reuters

Rory Miller

Los servicios de seguridad occidentales se apoderaron de un ordenador portátil perteneciente a un operativo del Estado Islámico (EI) que incluía planes detallados para crear armas a partir de agentes biológicos. El hecho de que esta organización terrorista esté vinculada con este tipo de armas es motivo de alarma. Hans-Georg Maassen, jefe de BfV, la agencia de inteligencia nacional alemana, declaró recientemente que cuando se trata de “brutalidad, radicalismo y rigor”, el EI no tiene competencia entre los grupos islamistas, incluída Al Qaeda. No son avisos que podamos tomar a la ligera.

Pero si bien no debemos ser complacientes, también es necesario recordar algunas cosas que nos ayudan a ver la amenaza en perspectiva.

Primero, las ambiciones del EI no son un fenómeno nuevo. Esta organización no es la única que intenta hacerse con este tipo de armamento y, a día de hoy, ninguna lo ha logrado. Ya a mediados del s. XIX anarquistas como Karl Heinzen teorizaban sobre la posibilidad de que los gases venenosos se podrían utilizar para derrocar el orden existente. También lo hicieron los revolucionarios británicos que consideraron rociar con gas venenoso la Cámara de los Comunes en la década de 1870. Más recientemente, grupos de izquierda como la Facción del Ejército Rojo, que almacenó muestras de la toxina botulínica en piso franco en París, o la conocida como banda Baader-Meinhof, que robó gas mostaza, han tratado de adquirir este tipo de armas.Lo mismo ha ocurrido con un buen número de grupos extremistas de derecha en los Estados Unidos.

Un grupo conocido como el Comité de Patriotas de Minnesota (The Minnesota Patriots Council) fue capturado almacenando ricina. El grupo Nación Aria, con sede en Idaho, ordenó por correo la bacteria de la peste bubónica (la misma sustancia que EI busca desarrollar según los informes) a un proveedor de productos químicos de Maryland.

Aum Shinrikyo (Verdad Suprema), una secta apocalíptica japonesa, cuyas enseñanzas se basaban en principios tomados del hinduismo y el budismo, desarrollaron un programa sistemático durante la década de 1990 para desarrollar armas biológicas. Además, utilizaron microbios letales pestilentes y toxinas germinales en un número de objetivos de alto perfil, incluyendo la Dieta de Japón (parlamento japonés), el palacio imperial y la sede de la séptima flota de la marina de los EE.UU. Todo ello culminó en 1995 con un ataque con gas sarín en el metro de Tokyo que mató a 12 personas y envenenó a miles de viajeros.

Lo que muestran todos estos casos es que cuando se trata de este tipo de armas las intenciones muchas veces no equivalen a las capacidades. Un informe de 1993 de la Oficina de Evaluación Tecnológica de Estados Unidos estimó que un terrorista necesitaría vertir una tonelada de gas sarín en condiciones perfectas, esto es, sobre una área densamente poblada, en condiciones metereológicas idóneas, y procurando la detonación simultánea de varios artefactos, para poder causar entre 3.000 y 8.000 muertes. Si las condiciones meteorológicas cambiaran mínimamente y dejaran de ser idóneas, la estimación apuntó que el número de víctimas sería tan sólo de un 10% de la cantidad anterior.

Sin embargo, a pesar de que un arma química o biológica es difícil de desplegar de manera efectiva, como pusieron de manifiesto los múltiples intentos fallidos de Aum Shinrikyo, tales operaciones podrían causar cientos de víctimas, por no hablar de un pánico generalizado.

En este sentido, hay que tener en cuenta la experiencia de al-Qaeda. Entre 1998 y 2001 Osama Bin Laden hizo hincapié en que la obtención de armas de destrucción masiva era un “deber religioso”. De hecho al-Qaeda, como demostraron los atentados a las embajadas estadounidenses en África y los ataques del 11-S, siempre ha operado con el supuesto de que cuanto más grande es el ataque y cuántas más muertes y lesiones provoque, mucho mejor para la causa. En estos términos, las armas biológicas, que son baratas de hacer y que tienen el potencial de infligir un número elevado de bajas, tienen sentido en términos estratégicos.

Al-Qaeda y sus grupos asociados eran devotos de lo que se ha denominado la “retórica de destrucción masiva”. Algunos miembros como Ahmed Ressam, que fue acusado de conspirar para atentar en el aeropuerto de Los Angeles en 1999, admitieron que reclutas de la organización terrorista se sometieron a entrenamiento con sustancias venenosas. Sin embargo, la mayor parte de la evidencia de la participación real del grupo en la búsqueda de este tipo de armas es circunstancial.

En definitiva, lo que la historia nos dice es que el factor que determina si grupos radicales, desde Aum Shinrikyo hasta Al-Qaeda, emplearán este tipo de armas o no no es la restricción moral, sino la capacidad de adquirirlas y desplegarlas. Y, de momento, no hay evidencia alguna de que el EI vaya a tener éxito allí donde otros grupos han fracasado en el pasado.

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