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El arca de la Bernarda

El jefe del Estado Mayor de la Defensa, Miguel Ángel Villarroya, durante el acto de imposición de  la medalla 'Balmis' a los altos mandos militares que coordinaron las actuaciones contra el COVID-19.

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No me encuentro entre los innumerables virólogos, epidemiólogos, vacunólogos y expertos que estos días nos aconsejan y nos riñen por televisiones, radios y tabernas, con la debida distancia y protección. Ni siquiera he sido nunca seleccionador de fútbol, otra de las profesiones más frecuentes del suelo patrio. Debo reconocer, sin embargo, que si fuera esto último, no faltaría nunca en mi lista Sergio Canales. Una licencia venial propia de mi condición y de mi personal protocolo.

Tampoco soy teólogo, leí la Biblia en el cole como unos cuentos y entre ellos, la historia del Arca de Noé. Como la recuerdo, un dios eligió a un hombre bueno y su familia para salvarse de una calamidad que acabaría con la pecadora humanidad. Le mandó construir un arca, o se la construyeron –aunque no había UME, entonces–, montó a los hijos y esposas de todos, que luego debían renacer a la humanidad –no constan allegados pero teniendo en cuenta que se trata de una cultura pastoril, es probable que formaran una familia extensa–. Ahí iba Jafet, no sé si Túbal y Tharsis habían nacido, que a mí me dijeron que luego poblaron estos andurriales.

Luego, embarcaron a un solo representante de cada especie animal con su hembra. Lo relevante de la historia, repetida en otras culturas y religiones, es que se observó un escrupuloso protocolo, eso sí, mandado por un dios; me llamó la atención que los carnívoros no se comieran a los herbívoros, es decir, gran protocolo, paritario, por cierto. De los que se salvaron en el Arca descendemos todos, según la tradición, y los animales que nos comemos y nos hacen compañía.

Después de tanto, nos encontramos como humanidad española y mucho española en otra epidemia milenarista. Nos salvará la ciencia y el sentido común, también la ejemplaridad y la disciplina. Pero ahora no es un dios quien nos lo ordena sino el poder civil y democrático. El arca metafórica es la vacuna.

Sin embargo, en ausencia de un dios, a los civiles y al protocolo no los respetan ni los disciplinados y, más que nada, disciplinantes militares. Hemos pasado de un llamado a la desconfianza en la vacuna, inoculado incluso desde poderes oficiales –una encuesta del CIS hablaba del 55% de ciudadanos no dispuestos a vacunarse– hasta presidentes dubitabundos, como el facultativo presidente de Extremadura, a notables frikis sembrando desconfianza televisada, a un, con perdón, “maricón el último”, de tiempos escolares.

Y los que que más corren, los más jetas, los más espabilados, los de siempre. No creo que España, a pesar de su literatura, sea más pícara que otras culturas, lo que reina en las conductas es la seguridad de la impunidad. Sinvergüenzas los hay en todas partes, la diferencia es que aquí los hacemos santos o reyes. Ya lo dice la coplilla castellana, refiriéndose al duque de Lerma: “Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se vistió de colorado”. Es decir, lo hicieron cardenal.

La retahíla ha comenzado, sin temer la ira de sus dioses ni del pueblo soberano: el poder instalado en los partidos tradicionales, PP y PSOE, concejales, consejeros, curas y generales, coroneles y un largo etcétera han tomado la delantera. Algunos, como el Jemad, han dado el honorable paso de la dimisión; otros se atrincheran en sus sillones y poltronas. Y sus obispos, caso de Pablo Casado o Teodoro, predican sin que se les caiga ni suden sus vergüenzas.

Lo peor es que nunca nos enteraremos de la lista entera de los aprovechados; en un Estado de privilegios cabrá invocar la seguridad nacional, la inviolabilidad y, en todos los casos, la ausencia de responsabilidad por la estabilidad y la transición modélica.

El Arca de Noé salvó a la humanidad, seleccionada por un dios, ahora los jetas se han seleccionado a sí mismos, elaborado un egoísta protocolo, por la gracia de Dios y su bandera. Y es que España es otra cosa, en realidad mi pudor no me ha permitido titular esta columna de otra manera, pero el cuerpo me pedía: El coño de la Bernarda.

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