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Gibraltarexit

La frontera

Juan José Téllez

Cincuenta años atrás, José Luis Moreno no era un ventrílocuo sino una especie de cantautor con esmoquin que cantaba “Gibraltar, español” en blanco y negro. En 1969, el franquismo cerró la Verja, aquella cancela postiza que levantó el Reino Unido a comienzos del siglo XX para tomar por la cara el istmo entre el Peñón y el resto de la Península, que no le había reconocido el tratado de Utrecht.

Pretensión: “Que Gibraltar caiga como fruta madura”, vino a decir Fernando María Castiella, aquel jefe de nuestra diplomacia que por su empeño por reconquistar la Roca fue denominado como el ministro del asunto exterior.

Consecuencia: diez mil españoles a la puta calle, reempleados algunos en porterías o en la base de Rota por aquello de que sabían inglés. El Pardo inventó un sello de correos para paliar supuestamente sus penurias y urdió un plan de desarrollo que llenó de chimeneas la Bahía de Algeciras, beneficiando a su macroeconomía pero manteniendo una extraña bolsa de paro y de exclusión que, medio siglo más tarde, sigue alimentándose de la economía sumergida del contrabando, el narcotráfico y  el trapicheo, por más que haya crecido la clase media.

Al otro lado de la Verja, Gibraltar se convirtió en Numancia, su población logró una constitución propia con mayor autonomía que nuestras autonomías de hoy y los sindicatos le echaron un pulso a la metrópolis para igualar los salarios de los yanitos con los de los trabajadores del Reino Unido. El nacionalismo gibraltareño puso rumbo hacia la búsqueda de una fórmula de independencia ligada a Londres que el derecho internacional todavía no le reconoce.

La frontera permaneció cerrada hasta diciembre de 1982 en que el primer Gobierno del PSOE la abrió a efectos peatonales y hasta abril de 1985 cuando pudieron pasar coches y mercancías. Los treinta mil habitantes de ese pueblo rodeado de intereses militares y económicos se convirtieron en los últimos presos del franquismo.

Durante todo ese tiempo, los jóvenes creyeron que una vaca era un animal exótico y que era más fácil llegar a Gatwick que a Algeciras. Eso sí, mejoraron su inglés, el español cedió terreno atrincherándose sólo en el espanglish familiar y callejero, mientras  allí creció una generación que se acostumbró a considerar que España era su carcelera y que poco cabía esperar de un Gobierno de Madrid que decía querer a los yanitos pero les maltrataba.

Ellos pueden seguir siendo ingleses, si así lo quieren, pero la tierra es española. Ese era el lema que, durante décadas, utilizó el Palacio de Santa Cruz en Naciones Unidas como si pretendiera convertir en palestinos a los gibraltareños.

Desde 1982, ha llovido mucho, las relaciones personales se han normalizado pero las políticas siguen yendo al pairo de quien ocupe la silla de Castiella. Normalmente, en la alternancia de la Moncloa, los socialistas han tenido más en cuenta la política de población, aunque no siempre. Y los populares, han solido apostar por la reivindicación pura y dura, aunque también haya existido un soplo de sensatez entre sus filas.

La población siempre pierde

Lo cierto es que después de tres siglos de pulsos militares y civiles por las dos potencias que se disputan la posesión de dicha roca caliza, quienes siempre han salido perdiendo fueron sus pobladores, convertidos en piezas de un ajedrez siniestro empeñado en mantener vivas las pomporrutas imperiales.

Ocurrió, por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial:  la población civil de Gibraltar fue evacuada a Londres, Irlanda del Norte o las Bermudas –los que tuvieron más suerte--, en una geografía del olvido que provocó serias heridas morales entre quienes sufrieron dicho éxodo. José Netto, uno de los líderes sindicales del Peñón, de formación anarcosindicalista, me lo dijo una vez: “Si en el momento en que volvimos, hubiera existido democracia en España, los gibraltareños habrían querido ser españoles”.

La ardua negociación del Brexit entre la Unión Europea y Gran Bretaña nos sitúa ahora en una encrucijada similar. Los españoles partidarios de la mano dura con el Peñón olvidan que difícilmente nunca nuestro país podrá hacerse con dicha colonia sin la aquiescencia de su gente. Y aunque es difícil que Gibraltar acepte de grado que alguna vez ondee la rojigualda sobre Main Street, los calpenses no consentirán nunca que se utilicen sus horas bajas para sacar provecho en dicho contencioso.

Quiero decir: que uno puede comprender que alguien quiera buscar ventaja y acorralarles en la confianza de que el Gobierno de Su Majestad no esté en condiciones de defender a dichos súbditos. En un 90 por ciento, ellos se negaron al Brexit, quizá porque sabían que su negociación habría de acorralarles y que estaría en peligro su economía, su vida cotidiana, su libertad de movimientos. También está en riesgo la de sus vecinos de La Línea, Algeciras, San Roque, Los Barrios, Castellar, Jimena, San Martín del Tesorillo y Tarifa, como saben perfectamente los alcaldes que, de momento, exigen a Madrid un plan integral que siempre suele llegar tarde o no llegar nunca.

Una encuesta realizada por SW Demoscopia para el grupo Andalucía Información asegura que la inmensa mayoría de esta zona históricamente olvidada cree que el Brexit puede perjudicar a todos, a un lado y a otro de la frontera. Entre ellos, a los doce mil españoles que, hoy como ayer, trabajan en el Peñón.

Sería la hora de que una diplomacia de rostro humano atendiera las peticiones de los vecinos de este enclave tan proclive al olvido y aparcara por un tiempo las reivindicaciones soberanistas. Puede ser la mejor forma, sin duda, de que al menos, cincuenta años después de que la Verja se cerrara, la España democrática no fuera vista en Gibraltar no como la heredera de quienes les aprisionó, sino como la de una compañera de viaje que abrió sus candados y que ahora puede abrirle una salida hacia el futuro. Claro que, en el clima que a todas las escalas estamos creando, no sería raro que a quienes opinamos de esa guisa nos llamen simplemente vendepatrias cuando tan sólo pretendemos que un supuesto Gibraltarexit no nos salga irreparablemente caro a todos.

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