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Covid-19 y la revolución pendiente de los cuidados
Durante la pandemia de COVID, el mundo (162 países) ha estado confinado y, por momentos, aplaudiendo desde las ventanas al personal médico-sanitario que nos atendía, abrumadoramente mayoría de mujeres. Las mujeres, tanto nacionales como migrantes, también están cuidando mayoritariamente a los enfermos, jóvenes, niños y ancianos en sus hogares y en los de sus empleadores. Las familias monomarentales se han enfrentado a tiempos particularmente difíciles, pero aún en los hogares biparentales, las mujeres han aumentado sus niveles de cuidado, ya de por sí desproporcionados. La nueva situación ha afectado a la productividad de aquellas mujeres que junto al trabajo de los cuidados (porque eso, y no “labores propias de su sexo”, como se solía llamar, es lo que es) tienen un empleo remunerado adicional, así como a su tiempo de ocio; y lo ha hecho mucho más que a la productividad y tiempo de ocio de los hombres. Las mujeres del planeta están viviendo por ello niveles generalizados de estrés sin precedentes y la situación se está traduciendo en una merma de opciones laborales y de ingresos que amenaza con formar parte de la “nueva normalidad”.
Los datos que recogen los estudios que van viendo la luz del día (estudios, como la pandemia, aún en curso) nos indican que sobre todo las mujeres con niños pequeños (de hasta 11 años inclusive) no han podido invertir el tiempo que reclamaban sus empleos remunerados y que esto les ha sucedido en mucha mayor medida a ellas que a ellos (24% frente a 13% respectivamente). En Alemania (ciertamente no es el estado más afectado), el 27% de las madres redujeron sus horas de trabajo para cuidar a sus hijos, en comparación con el 16% de los padres. Y muchas mujeres en Italia (se estima el 20%) simplemente abandonaron el mercado laboral durante la clausura de la pandemia.
Ya antes de la crisis, y de acuerdo con las rigurosas estadísticas del European Institute of Gender Equality (EIGE) la situación era muy dispar. En Europa las mujeres invertían 26 horas semanales en trabajos de cuidados, por cada 9 horas de los hombres. Y ello ayuda a entender por qué, según datos de la OCDE, en promedio, solo se paga el 45% del tiempo de trabajo de las mujeres, mientras que el 67% del tiempo de trabajo total de los hombres es remunerado. El 80% del tiempo de los cuidados en la UE proviene de cuidadoras informales, el 75% de los cuales son mujeres, muchas de ellas de origen migrante.
Ante esta realidad, observo con preocupación que la agenda identitaria (esta vez lo que está en juego es la identidad de género) –agenda, sin duda, importante– amenaza con dividir al movimiento feminista una vez más justo cuando más unido precisa estar para aprovechar la ocasión para esa gran revolución pendiente cuya necesidad la realidad de la pandemia ha puesto tan claramente de manifiesto: la revolución de los cuidados. En las últimas décadas, las mujeres del planeta se han unido a través de redes transnacionales para luchar contra la violencia y han logrado importantes hitos como el de visibilizar la importancia de la causa ante los organismos de derechos humanos logrando importantes avances normativos y programáticos. El cambio de siglo también ha visto los albores de la revolución de la paridad con el empoderamiento de las mujeres convirtiéndose en un tema clave en el movimiento (especialmente desde la adopción de la Plataforma de Acción de Beijing en 1995) y la difusión global de las cuotas de género ejemplificando su creciente éxito. Sin embargo, debemos ser cautelosos para no agotar nuestras energías en lo que algunos han llamado el feminismo del 1%, por contraposición al del 99% (Arruzza, Bhattacharya, Fraser: 2019, Feminism for the 99%), más allá de la importancia (que creo subestiman las autoras) y el efecto simbólico y multiplicador de tener mujeres en puestos de toma de decisiones.
Derecho a cuidar y a ser cuidado
Por ello entiendo que le ha llegado la hora a la revolución de los cuidados. Es hora de recordar que, con o sin pandemia, la vulnerabilidad humana y la interdependencia son la norma, la ontología del ser humano, y que cualquier sociedad humana construida sin el debido reconocimiento de este hecho tan básico dependerá necesariamente de la explotación de aquellas que en la sombra de encargan de cuidar en el día a día (aquellas que integran lo que la socióloga María Ángeles Durán ha dado tan acertadamente en llamar el cuidatoriado). Tal vez sea hora de reinventar nuestro contrato social a partir de la premisa de que el valor social del trabajo de cuidado, absolutamente esencial para sostener la economía y la sociedad de mercado, aún no ha sido debidamente reconocido. Existe, admitámoslo de una vez por todas, un dualismo jerárquico de larga data entre el trabajo productivo y el reproductivo y una falta total de relación entre los beneficios privados y los retornos sociales. Son las normas sociales, no un concepto claro de productividad marginal, las que determinan los salarios. ¿O es que está bien que un joven ejecutivo de un banco en quiebra contratado para asesorar en la reestructuración obtenga un salario mensual equivalente a tres veces y media el salario anual de una trabajadora de cuidados infantiles con veinte años de experiencia?
En efecto, ha llegado el momento de reconocer que el trabajo de los cuidados debe dividirse en partes iguales entre hombres y mujeres; que debe ser reconocido como un trabajo que merece las condiciones de respeto, salario y seguridad asociadas a cualquier otra forma de empleo y asumido en parte por el Estado en su condición de bien público; que la cadena humana transnacional del cuidado en el orden actual no significa sino el despojo de los recursos de cuidado de los países menos desarrollados para que las mujeres de los países más desarrollados podamos acceder a trabajos mejor remunerados y supone el agotamiento de recursos que son escasos en todas partes, porque las personas tienen derecho a cuidar y a ser cuidados por “los suyos”.
Si las mujeres ocupáramos la mitad de los puestos de toma de decisiones en el mundo, tendríamos la oportunidad de contribuir a definir formas de trabajo y políticas que garantizaran mejor la conciliación para todos y todas.
Invertir en la infraestructura del cuidado y en la igualdad de género en general, es una cuestión de derechos humanos, pero también algo que tiene sentido desde una perspectiva macroeconómica. El EIGE calcula que el costo de la pérdida de empleo asociado con las responsabilidades de cuidado de las mujeres es de aproximadamente 370 mil millones de euros por año para la UE, por lo que invertir en una estrategia efectiva e integral de igualdad de género puede considerarse una inversión estratégica que permita que la mitad del instrumento de recuperación de 750.000 millones de euros se recuperare cada año. Para comprenderlo, baste pensar que el abandono del mercado laboral por parte de las mujeres sobrecargadas de cuidados inevitablemente conduce a reducciones en el PIB nacional y en los ingresos del hogar dándose además el hecho de las mujeres manejan el 70-80% del gasto del consumidor, también gracias a su papel como cuidadoras.
Ante esta realidad, preocupa el reciente estudio del impacto de género del Next Generation Europe, el plan de recuperación propuesto por la Comisión Europea post-Covid. En él, las investigadoras Klatzer y Rinaldi explican cómo el Fondo de Recuperación, tal y como aparece concebido, se centra en estímulos económicos para sectores con altas proporciones de empleo masculino, por ejemplo, las industrias digital, energética, agrícola, de construcción y de transporte, mientras que muchos de los sectores profundamente afectados por la crisis de Covid-19 (tales como la educación, salud y trabajo social y alimentación y hostelería) tienen altos porcentajes de empleo femenino. El enfoque principal del programa de recuperación está en una transformación hacia una economía digital y verde que son ciertamente importantes. Pero ni la preocupación por la recuperación del sector asistencial ni la oportunidad o necesidad de pensar en una transición hacia una economía de los cuidados, esencial para garantizar la resiliencia de todo el sistema como tan bien estamos pudiendo comprobar, han sido incluidas en los planes para la recuperación que definen los mandatarios, en su mayoría, hombres.
De ahí la importancia de que las mujeres, auto- y heterodefinidas (¡aquí no sobra ni una!) y los feminismos, todos ellos, estemos más unidos que nunca para dar la batalla de los cuidados. Se trata de una batalla pendiente y crucial. Se trata también de una batalla que está inextricablemente entrelazada con las que previamente se han dado en materia de violencia machista y empoderamiento. Pues si las mujeres ocupáramos la mitad de los puestos de toma de decisiones en el mundo, tanto en el sector público como en el privado, tendríamos la oportunidad de contribuir a definir formas de trabajo y políticas que garantizaran mejor la conciliación para todos y todas. Y si las mujeres dedicáramos menos tiempo al trabajo de los cuidados no/o infra-remunerado, disfrutaríamos de más y mejores oportunidades en el mercado de trabajo y, por lo tanto, de una mayor independencia financiera. Esta independencia financiera nos otorgaría una mayor capacidad de elección de pareja y un mayor poder de negociación frente a la pareja a la hora de definir el reparto de tiempos y tareas en el hogar, pero también, y sobre todo, para abandonar las relaciones violentas en las que con demasiada frecuencia nos vemos atrapadas todas, autóctonas y migrantes, auto- y heterodefinidas.
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