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¿Cuánta desigualdad estamos dispuestos a soportar?

27 de abril de 2025 09:39 h

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La Moraleja (Alcobendas), el barrio con la renta per cápita más alta, sobrepasando los 190.000 euros al año de media. Torreblanca (Sevilla), el barrio con la renta per cápita más baja, alrededor de 10.500 euros. Jalis de la Serna y su equipo estrenaron el pasado miércoles la nueva temporada de Apatrullando, mostrando el lado más reconocible y el más desconocido de una misma realidad, pero revelada con rostros diferentes.

La Moraleja, en Madrid, es sinónimo de lujo, exclusividad y seguridad. Sus residentes disfrutan de viviendas espaciosas (muchas parcelas rondan los 10 mil metros cuadrados), servicios de alta calidad y, en muchos casos, protección privada para salvaguardar su integridad física y sus bienes. La presencia de seguridad privada en barrios de renta alta no es solo una medida de protección, sino también un símbolo de la brecha que separa a unos de otros. La percepción de inseguridad alimenta la necesidad de blindar estos espacios, creando una especie de burbuja que refuerza la segregación social.

Llama la atención la poca gente que circula por las calles. No hay ambiente de barrio. Tan solo un ejército de personas que llegan por la mañana en autobús para proporcionar los servicios imprescindibles que necesita la opulencia: cuidados, limpieza, jardinería ... Servicios abastecidos,  en general, por trabajo precarizado, y con población frecuentemente inmigrante.

Por otro lado, Torreblanca, en Sevilla, representa la cara opuesta. Sus calles reflejan las dificultades de sobrevivir con recursos muy limitados. La pobreza, la falta de oportunidades y el acceso restringido a servicios básicos generan un caldo de cultivo para  la drogadicción, la delincuencia y la exclusión social. 

La sensación de que unos viven en un mundo separado, protegido y privilegiado, mientras otros luchan por sobrevivir, alimenta el resentimiento y la desconfianza. La convivencia se vuelve difícil, y las fracturas sociales se profundizan.

El relato convencional de corte neoliberal te dirá que el esfuerzo y la meritocracia te llevarán al éxito, que la desigualdad es algo inherente a las sociedades que avanzan, algo inevitable, una especie de mal menor, que el pobre es pobre porque no ha hecho nada para ser rico. 

Este mito ya fue desmontado por Joseph Stiglitz (Premio Nobel de Economía) en su libro “El Precio de la Desigualdad”, donde señalaba que el 90% de los que nacen pobres mueren pobres por más esfuerzo o mérito que hagan, mientras que el 90% de los que nacen ricos mueren ricos, independientemente de que hagan o no mérito para ello.

¡Pero somos libres! ¡El mercado es libre!

Sí, pero ya lo decía José Luis Sampedro “El mercado no es la libertad, vaya usted al mercado sin dinero a ver la libertad que tiene”. Si nada tienes, ¿qué vas a intercambiar? Sólo te queda tu fuerza de trabajo a cambio de un salario. Pero resulta que, en la sociedad que hemos construido, los salarios son un coste y no un medio de vida, y por tanto cotizan a la baja.

Si un día presenciáramos una carrera atlética donde algunos participantes tuvieran grilletes en los tobillos y otros comenzaran en una posición adelantada respecto al punto inicial, nos llevaríamos las manos a la cabeza. Diríamos que una carrera así es injusta. Además, en las competiciones deportivas se realizan controles de dopaje, el ir dopado se considera injusto. Argumentaríamos que no se está compitiendo en las mismas condiciones, que no se estarían teniendo las mismas oportunidades.

Sin embargo, en la “carrera” de la vida, no importa el dopaje, los obstáculos, ni el punto de partida. Oxfam Intermón señala en su informe Takers Not Makers, que el 60% de la riqueza de los multimillonarios proviene de herencias, monopolios o conexiones políticas. Este fenómeno, que la organización califica como “riqueza inmerecida”, también está ligado a un pasado colonial que continúa moldeando la economía global.

La desigualdad social sigue siendo uno de los mayores retos que enfrentan nuestras sociedades. El ODS 10 “Reducción de las desigualdades”, se enfoca en reducir esta disparidad de acceso a los recursos, oportunidades y servicios, tanto entre países como dentro de ellos.

Existe cierto consenso entre los economistas que estudian la desigualdad en asociarla a factores como la concentración de riqueza, la falta de oportunidades, la segregación espacial, y las políticas que favorecen a ciertos grupos. Según Stiglitz, la desigualdad se perpetúa porque los ricos tienen más poder para influir en las políticas que favorecen sus intereses. En este sentido, la desigualdad económica se traduce en una mayor desigualdad política siendo la democracia su primera víctima, como ya señalara el sociólogo Zygmund Bauman en su libro Modernidad líquida.

Thomas Piketty incluso va más allá, manifestando que la desigualdad es inherente al capitalismo, contradiciendo las tesis de Simon Kuznets, quien argumentaba que durante el proceso de crecimiento económico, la desigualdad de ingresos primero aumenta y luego disminuye, siguiendo una trayectoria en forma de U invertida.

Es producto de la suerte haber nacido en una buena familia, en un buen barrio, en una buena ciudad, en un buen país. Cabe pensar si, como sociedad, no tendríamos la obligación, a través de nuestras instituciones, de equilibrar esa balanza, implementando políticas públicas que limiten la desigualdad que estamos dispuestos a soportar. En nuestra sociedad hemos terminado aceptando que la existencia de un salario mínimo, de una renta básica, es deseable, lo hemos relativamente normalizado. ¿No sería  deseable también poner límites a la avaricia, al egoísmo, al ansia de acumulación? 

Las soluciones están ahí y son conocidas. Los países que disfrutan de niveles de desigualdad reducidos (Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia) apostaron por una amplia red de protección social, por altos impuestos progresivos, no solo al ingreso sino también a la riqueza. Pero sobre todo apostaron por una educación universal, pública y gratuita. En Dinamarca alrededor del 84% de los niños acuden a colegios públicos y en Finlandia, el 99% de las escuelas son públicas. Estas medidas han ayudado a reducir la brecha entre ricos y pobres, creando sociedades más justas y cohesionadas.

Como de costumbre falla la voluntad política y nuestro compromiso social.